Si el matrimonio fuese adulterio... - José Luis Alvite
Se dijeron muchas cosas acerca de mi ausencia. Es cierto que arrastraba un cansancio físico insuperable, había aumentado hasta la patología mi pesimismo y había caído en ese estado previo a la locura en el que un hombre descubre que se ha quedado sin amarras y que para sentirse en casa incluso daría por bueno que el barman le pusiese apio en la ginebra. También es cierto que las mujeres que sintieron algo por mí lo dejaron porque descubrieron con espanto que un tipo como yo sólo dejaba de ser un desconocido para convertirse en un extraño. Nunca les di la menor opción. Fui reservado y algo cínico, lo reconozco, pero en el fondo ellas supieron siempre que no cabe esperar nada de un tipo que lleva treinta años durmiendo con un pie en la alfombra. A mi querida M. he de reconocerle que no se equivocaba en absoluto la noche que me dijo que mis manos sólo eran un sitio caliente en el que perder sus llaves de casa. Muchas madrugadas aparqué frente a su portal por si acordaba entrar. Luego amanecía y yo seguía allí, al volante de un panteón empañado, silencioso mientras sonaba como un sonajero el jazz frío de Ben Webster en aquel maldito coche con el motor de mármol. Todos esos años viví emociones contradictorias. Envidiaba la vida regular de la matutina gente de diario, pero detestaba el aburrido orden de la decencia. Llegué a creer que no estaba hecho para la convivencia y que de haberme plegado a la confortable rutina de un hogar, sólo encontraría cálida la luz de la nevera. La calle era mi sitio, mi casa, el lugar ideal para alguien cuya idea del hogar era una carretera con cortinas en la que las curvas fuesen tan familiares e inocentes como la letra de la escuela. A veces creí sentir algo por alguien, pero no sería sincero si no reconociese que al cabo del tiempo me queda la terrible sensación de que había caído en ese estado de indiferencia en el que un hombre besa a una mujer aunque sólo sea porque la boca de una mujer cansada es un buen sitio en el que guardar de madrugada el sarro, los bostezos y el humo del cigarro. No es bueno que te odien, muchacho, pero en las malas condiciones en las que te mete la madrugada, acabas por aceptar que hay mujeres que sólo te recuerdan si consigues sustituir en su corazón la memoria por el rencor. Por eso es bueno sacar de vez en cuando la boca por encima del culo y respirar algo que no te manche las heces. Es entonces cuando hay que elegir entre el tanatorio y el somier de casa, aunque se disparen los rumores y se diga que te pusieron las maletas en la calle, te pilló en su pijama el marido de una amiga, o que, harto del sexo de almanaque, optaste por tontear con una oveja. En realidad, todo es menos divertido y más sencillo. Desistí de la calle durante un año porque mis últimas notas tomadas en El Corzo parecían escritas con lejía en un sismógrafo y porque me estaba quedando sin las fuerzas que se necesitan para mantener vivo el viejo sueño de entrar algún día en la meta empujando personalmente el caballo. Conviene tomar distancia antes de probar de nuevo a volar a través del cemento. Incluso el pájaro más idiota sabe que, en el mejor de los casos, la libertad consiste en cambiar a una jaula más grande. El caso es que ni yo mismo apostaba por mí. Llevaba treinta años buscando escaleras abajo el cielo y no caía en la cuenta de que estaba volando a ciegas en la funda de un paraguas. Alguien me dijo que la vida es algo más que cambiar de boca la saliva. A veces olía como si me hubiesen lavado la ropa con sudor. Una mañana me fui al psiquiatra y el psiquiatra me dijo que había opciones mejores que sentarme en la calle esperando a que el viento cambiase de acera los portales. Por eso lo dejé durante un año. No es que haya hecho grandes progresos, pero al menos no confundo con perros a mis hijos y sé que un hombre puede dar pasos elegantes aunque se corte de vez en cuando las uñas de los pies. Ahora vuelvo a mi columna y lo hago con la voluntad de mantener el sentimiento y la acidez. Mi ausencia fue sólo una tregua para cambiar de color los vómitos y porque a la muerte jamás hay que echarle una mano en su trabajo. Y también porque quería saborear el placer de pasar un rato en casa antes de que morir en el rellano de la escalera sea allanamiento de morada. Hay tipos que necesitan una buena coartada para morir en su propia cama. Ya digo que lo mío no ha sido una retirada, sino una pausa. He querido tomar distancia para el regreso. Pero se trata de una cura relativa. No se puede vivir sin cierta confusión. Una mujer sólo se enamora de ti cuando te confunde con otro. No está de más saber dónde tiene uno el freno, pero aunque te juegues la vida, muchacho, siempre resulta más excitante circular con los semáforos en ámbar. Sé de un tipo que juega de noche al tenis con la raqueta en una mano y una linterna en la otra. Es cuestión de paciencia. Lo importante es tomarse el dolor con la calma de esos soñadores que se secan las lágrimas con la tibia luz del cine. De lo que se trata, amigo mío, es de llegar al cementerio ex aequo con tu cadáver, a sabiendas de que por muy importante que seas, nada evitará que te mueras un par de folios antes que tu biógrafo.Hay parejas muy unidas que no se fallan el uno al otro y podrían envejecer compartiendo el gotero y la dentadura postiza. No es bueno morirse sin tener quien cierre tus ojos. Pero aunque resulte chocante, creo que la gente se casaría más a gusto si el matrimonio fuese adulterio. ¿Sabes?, treinta años de fracasos y de sueños entre el fango y la niebla me enseñaron que Nueva York es mucho más interesante si la recorres con un plano de Venecia.