Dios toca de oído. Suplemento dominical - Nacho Mirás Fole
Voy a tener que hablar con el radiólogo, porque con la cantidad de energía que recibí ayer en el concierto de Kepa Junkera en el Teatro Principal de Santiago bien me podrían convalidar dos sesiones de freidora. Hay más Grays (gy) en una txalaparta que en un acelerador lineal alemán. Al final va a resultar que fueron los vascos los que inventaron el telégrafo; lo único que hizo Samuel Morse fue ponerle un cable y patentar el producto.
Valió la pena, de verdad, retrasar la química de la noche para estar allí, a pie de obra. Ya contaré más sensaciones del concierto, porque ahora tengo la cabeza en otra cosa.
Escribo desde el tren, camino de Vigo, triste y un poco más solo que ayer. Me espera en el tanatorio Vigo Memorial mi madrina, de cuerpo presente. Teresa Soto Ogando, Tere, se marchó ayer a los 83 años, sin avisar. Ella cumplió con creces el papel de ángel de la guarda que firmó con la llama de una vela el 24 de julio de 1971, día de Santa Cristina. Yo iba a ser Cristina para completarle a mis padres la pareja, pero no me salió de los huevos, literalmente. Cristinito creció protegido por la sombra alargada y generosa de Tere; en mi casa se lo debemos todo. Yo, especialmente, le adeudo ser el fulano que soy; la pulserita de oro; la esclava con mi nombre para el babero; aquel Ibertren con el que mi hermano y yo nos convertimos en factores de Renfe… Y tantas cosas inmateriales sobre las que construimos entre todos el ser humano que soy. El cáncer, madrina, vino por añadidura; vivir mata.
Tere solo fracasó en hacer de mí el buen católico que le habría gustado tener como ahijado pero, a cambio, edificó, y así lo creo, una buena persona. De beatos andamos sobrados. Y ahora, por si no hubiera hecho ya bastante, va y se me adelanta. No me cabe ninguna duda de que lo primero que hará en cuanto tenga ocasión de encararse con el que manda será pedirle explicaciones y no por lo suyo, sino por lo mío. Está en su derecho, ella que tanto rezó. Ya está bien de estafar a los creyentes!
Espero que algún día me convaliden en el otro barrio el carné de conducir que mi madrina se empeñó en pagarme en la autoescuela Bonasort de Cerdanyola del Vallés, convencida de que un tipo de 18 años no estaba completo sin el B1. Nunca olvidaré la generosidad infinita de Tere, mi madrina, mi hada madrina.
La puta casualidad y la falta de criterio de Dios ha querido que Tere se vaya el mismo día, justo cuatro años después, de que nos abandonara también sin avisar mi tío Antonio García Vila, el penúltimo de Os Peruchos de Castrelos. En la familia no estamos hoy para hostias. Así que, como suplemento de los domingos, rescato la crónica que escribí hace cuatro años, cuando despedimos con honores a otro de los puntales sobre los que me sostengo. Pasad buen domingo.
Rumba para un gaitero muerto
3 de febrero de 2010
Iglesia de San Pedro de Sárdoma, Vigo. 16.45. Bajo jodido del tanatorio Vigomemorial con tiempo suficiente para hablar con el cura antes de que empiece el funeral de cuerpo presente. En el atrio me encuentro con mi amigo Nando Costas, que me va a acompañar en la gaita para despedir a mi tío como se despide a los viejos gaiteiros, con el instrumento al hombro, presentando armas. Hablamos sobre la conveniencia de comentárselo al cura, que no tiene fama de bailón. “¿Tú crees que no le parecerá bien?”, dice uno. “Yo, de los curas me espero cualquier cosa”, responde otro. Mientras el párroco aparece, le explicamos la jugada a Pedro, el sacristán, que no solo lo ve bien, sino que echa pestes contra el Faro de Vigo por no haber publicado una sola línea sobre la muerte de un gran gaiteiro: “¡E despois din que son o Faro de Vigo, se non lle dan valor ao de aquí!”, dice mientras tañe a difunto de memoria, sin partitura. “En calquera caso -añade sin soltar la cuerda que le une al badajo- dicirllo ao cura, non vaia ser”. Justo llega el esperado que, como buen vigués, conduce un Citroën.
-Buenas tardes, don Antonio, estos chicos querían hablar con usted.
-Gracias, Pedro. Ustedes dirán.
“Mire, don Antonio -me arranco-. Como sabrá, el finado fue gaiteiro toda su vida, un gran gaiteiro. Nos gustaría despedirlo tocando una pieza”.
Don Antonio me coge del brazo izquierdo y sopesa mi masa muscular. Algunos curas tienen unos extraños ataques de fisioterapia.
“¿Y qué vais a tocar?”, dice carameloso. Yo iba con la idea de arrancarnos con una muiñeira, que es lo que le gustaría a mi tío, nada de marchas procesionales, antiguos reinos y otras piezas solemnes que están bien para investir presidentes, pero no para despedir a familiares. Pero, para no descubrir mis intenciones, le respondo: “Algo de lo que él tocaba, no sé, una rumbita, algo suave…”.
El cura piensa, sin soltarme el brazo.
“Hombre, no sé yo…”, dice. “¿Cuáles son sus intenciones?”, inquiere.
“Pues, pues… [reflexiono] nuestras intenciones son que, cuando termine el funeral, le toquemos en la puerta de la iglesia y lo acompañemos hasta el cementerio”.
Don Antonio mueve la cabeza. “No sé, no sé…” No tiene ni idea de con quién está tratando. Finalmente, resuelve: “Tocáis algo cuando salga, pero solo hasta la puerta del cementerio. Dentro no, que a alguien podría parecerle mal”. Y desaparece por la puerta de la sacristía.
Estoy completamente seguro de que ni a uno de los que fuimos al entierro le habría parecido mal semejante despedida, todo lo contrario. Pero, por no armarla, que me conozco, respiro hondo y acepto. “Hay que joderse con el clero”, pienso para mí.
Durante el funeral permanezco, como es costumbre, fuera de la iglesia, que me sé la misa de memoria y hace años que no escucho allí dentro nada que me llame la atención. Cuando, por fin, sacan el féretro por la puerta, hinchamos los fuelles de goretex y nos arrancamos con una rumba, que percute magistralmente al tambor mi amigo Xosé Oliveira, heredero de Os Morenos de Lavadores.
“Voulle quitar o bordón ao tambor”, dice Oliveira. “Nin de coña, déixao, que se amole o cura”, le contesto.
Los empleados de la funeraria -entre los que reconozco a Luisito Caride, que estudió conmigo en el instituto del Meixoeiro- hacen gala de una impecable profesionalidad. Se detienen con mi tío a hombros delante del trío de gaitas y redoblante y aguantan toda la pieza sin perder ni el equilibrio ni el rictus. Me imagino a mi tío moviendo los pies en la caja. Pensando más en los de la funeraria, que están trabajando, que en la decisión absurda del cura, muevo la cabeza para indicarle a Nando que podemos ir acabando. Los gaiteiros siempre nos damos los finales moviendo el melón. La gente arranca un aplauso espontáneo que, bien lo sabemos todos, no es para nosotros, sino para el penúltimo de Os Peruchos de Castrelos. Se llora bastante, incluso yo tengo problemas para hinchar el instrumento y florear las notas mientras me sorbo los mocos. El cortejo continúa hacia el cementerio ya sin gaitas, silencioso, “no vaya a ser que a alguien le parezca mal”.
Al final, después del responso, no hay opción a unos minutos de silencio. A mi tío lo despide una cumbia que llega rebotada al camposanto, por el aire, desde el vecino Castrelos, donde celebran la fiesta de As Candelas. La megafonía de Collazo no conoce de límites parroquiales. El enterrador sella el nicho y a nadie le parece mal la cumbia pachanguera que nos sirve Collazo, interminable, porque la música no suele parecerle mal a nadie, si acaso a un cura. Pero el párroco prefirió dejar las gaitas fuera del cementerio, no fuera a ser que se levantara la difunta de mi abuela a bailar una muiñeira y hubiese que exorcizar. Me imagino lo que habría dicho mi tío: “¡Non me joda, don Antonio, por María Santísima!”. Como él ya no puede, lo digo yo.