Nostalgia con flores ciegas - José Luis Alvite
En mis frecuentes desequilibrios emocionales recuerdo haber oscilado casi siempre entre la luz pictórica del impresionismo y la amarga oscuridad mental que atormentó hasta su suicidio al formidable y pirotécnico Vincent Van Gogh, sin ignorar que en mi caos argumental ha sido también determinante la fluorescente y cautiva electricidad que corre, tardía y tullida, flácido vidrio soplado, por las obras del lisiado Lautrec. Diría que la frecuente negritud de mi manera de escribir constituye en cierto modo la patológica añoranza de los colores intensos y concretos de mi niñez, la ceniza del último tebeo, la esquela taciturna a la que ha ido a malograrse la pediatría inocente de los tonos matinales y felices de los días ya lejanos en los que incluso me parecía que era en la luz plural del fuego donde se urdía el color amortiguado y singular de la bunganvilla, esa planta en la que florece lenta, por las pérgolas y por las tapias, la calderilla de una sombra fucsia.
En mi mente desordenada han ido prendiendo sin dosificación alguna el impresionismo de Van Gogh y la torrencial sucesión de aquellas películas panorámicas y primerizas, llenas de polvo y de crines, en las que descubrí que al mezclarse con la fantasía, casi con el delirio, podía darse el milagro de que en la costa estival de Cambados alumbrase las escolleras del puerto la luz lejana y leñosa de Arizona, y que en la platina calmosa de la desembocadura del Umia plisase inesperadamente a media tarde la brisa una miscelánea de truchas, luces y caballos, hasta extinguirse con deletreada calma de tisana en la analgésica hematuria del anochecer.
Supongo que la añoranza diluye la oscuridad del pasado, selecciona los colores más vivos y es por eso que mi primer viaje en coche hasta Cambados lo hice desde Compostela bien avanzada la noche, en un estado de agradable soñolencia infantil, y lo recuerdo como la ocasión en la que descubrí que al borde de la inconsciencia, minado por el pespunte del incipiente cansancio, uno puede darse cuenta de que el automóvil oscuro en el que viaja es en realidad amarillo y es azul el asfalto de la carretera, como era azul la levita del soñador Werther y amarillo su chaleco, y que tan azul es el asfalto y tanto azulea la levita, como azules eran despertando a domingo los ojos negros de aquella niña cambadesa en cuya mirada vi venir la curva verde en la que una tarde beige se mataron vestidos de gris sus padres.
Y ahora recuerdo aquella hermosa confusión de la noche incandescente y los colores lavados, aquella fértil promiscuidad de luces, semejante enjambre de verdes, azules, fuscia y amarillos, porque me gustaría alumbrar con ellos la penumbra que se cierne sobre los ojos de mi amigo Angel Javier Martín Vicente, un tipo admirable del que un día aprendí que, si se sabe mirar, incluso la oscuridad de la noche aviva como tulipas de estraza la luz de las flores ciegas.