Campo con cometas - José Luis Alvite
Alguien me había dicho que si lograba que mi cometa subiese más alto que las de los otros niños, al recogerla con la caída de la tarde me encontraría estampado en sus colores el autógrafo antibiótico de Dios. Fue un horrible fracaso a medio camino entre la teología y la aeronáutica. La tarde se prestaba, pero mi cometa era la única que el viento devolvía todo el rato al suelo, así que recogí los trastos, regresé muy triste a casa y mientras me vencía el sueño decidí que mi próxima cometa la haría con la página de las esquelas del periódico y la echaría a volar en el aire póstumo, flaco y estricto de la soledad del cementerio.
Al llegar Difuntos pretendí llevar a cabo mis planes, pero desistí al ver todos aquellos sepulcros llenos de ángeles, de lucernarios y de flores, como un camping en el que los clientes aguardasen el paso del carrito de los helados, echados sin prisa en sus tumbonas. No habría estado bien perturbar con mi cometa obituaria la paz penitencial y geométrica de aquel lugar tan cartesiano, en el que a mí me parecía que los difuntos estaban acostados sosteniendo sobre el crustáceo de sus pechos el torso exhausto de sus cometas de mármol, como póstumos paracaidistas del subsuelo, conteniendo estupefactos su reseco aliento de leña, ateridos de lívida y encerada seriedad cinéfila, acaso expectantes por si en cualquier momento los fuese a recorrer por dentro, como una luciérnaga, el tibio prurito de la luz rutinaria y serosa del acomodador del cementerio.
Regresé a casa derrotado por las circunstancias, vencido por la desesperanza, consciente de que mi única opción sería echar a volar la cometa en el agua transeúnte del río y esperar a que el texto de las esquelas acabase estampado en el lomo colegiado y apócrifo de las truchas. Por la noche me senté desnudo en el borde de la cama, deshice la cometa, la arrugué en una pelota de papel y la dejé sobre la alfombra. Al despertar por la mañana vi un texto de hormigas que iban y venían a la pelota de papel. Deshice la pelota y planché con una mano sobre el suelo la hoja del periódico. Estaba en blanco, sin rastro de las esquelas. Y armé de nuevo mi cometa con aquella misma página y me fui con ella al campo frente a la casa en la que nací. Soplaba una brisa suave. Las cometas de los niños parecían impresionistas flores de amianto volando sobre un prado de hule verde guateado con nubes azules y amarillas que se iban hacia el río Sar esquilándose como ovejas al óleo en las viñetas de los árboles. Inesperadamente aumentó el viento y se llevó lejos de mi alcance la cometa. De todo aquello quedó apenas en mi mano el puñado de hormigas necrológicas y editoriales con el que firmo –con estupor, amargura y nostalgia– el final sin brisa de una columna en la que atardece para siempre el escabeche de aquel cielo con cometas del que quedan apenas el alias de la luz, el miriñaque de la brisa, el guiñol del aire… (A mi sobrino Nacho)
Al llegar Difuntos pretendí llevar a cabo mis planes, pero desistí al ver todos aquellos sepulcros llenos de ángeles, de lucernarios y de flores, como un camping en el que los clientes aguardasen el paso del carrito de los helados, echados sin prisa en sus tumbonas. No habría estado bien perturbar con mi cometa obituaria la paz penitencial y geométrica de aquel lugar tan cartesiano, en el que a mí me parecía que los difuntos estaban acostados sosteniendo sobre el crustáceo de sus pechos el torso exhausto de sus cometas de mármol, como póstumos paracaidistas del subsuelo, conteniendo estupefactos su reseco aliento de leña, ateridos de lívida y encerada seriedad cinéfila, acaso expectantes por si en cualquier momento los fuese a recorrer por dentro, como una luciérnaga, el tibio prurito de la luz rutinaria y serosa del acomodador del cementerio.
Regresé a casa derrotado por las circunstancias, vencido por la desesperanza, consciente de que mi única opción sería echar a volar la cometa en el agua transeúnte del río y esperar a que el texto de las esquelas acabase estampado en el lomo colegiado y apócrifo de las truchas. Por la noche me senté desnudo en el borde de la cama, deshice la cometa, la arrugué en una pelota de papel y la dejé sobre la alfombra. Al despertar por la mañana vi un texto de hormigas que iban y venían a la pelota de papel. Deshice la pelota y planché con una mano sobre el suelo la hoja del periódico. Estaba en blanco, sin rastro de las esquelas. Y armé de nuevo mi cometa con aquella misma página y me fui con ella al campo frente a la casa en la que nací. Soplaba una brisa suave. Las cometas de los niños parecían impresionistas flores de amianto volando sobre un prado de hule verde guateado con nubes azules y amarillas que se iban hacia el río Sar esquilándose como ovejas al óleo en las viñetas de los árboles. Inesperadamente aumentó el viento y se llevó lejos de mi alcance la cometa. De todo aquello quedó apenas en mi mano el puñado de hormigas necrológicas y editoriales con el que firmo –con estupor, amargura y nostalgia– el final sin brisa de una columna en la que atardece para siempre el escabeche de aquel cielo con cometas del que quedan apenas el alias de la luz, el miriñaque de la brisa, el guiñol del aire… (A mi sobrino Nacho)