Cuerpos reales - Pedro G. Cuartango
Hoy, el día en el que la Infanta declara en un juzgado de Palma, es el momento de recordar el episodio sucedido en el otoño de 1699 cuando Carlos II visitó la tumba de su madre, Mariana de Austria, en el panteón de El Escorial. El monarca iba acompañado del conde Harrach, embajador de Viena en la Corte, que es quien relató los hechos al emperador Leopoldo, cuya suegra era la reina fallecida.
La muerte de Mariana en el Palacio de Uceda fue acompaña de extraños sucesos: hubo un eclipse de luna, una paloma revoloteó durante varios minutos sobre el féretro y una monja paralítica quedó curada milagrosamente al ponerse una camisa de la ilustre difunta.
Pues bien, Harrach cuenta cómo presenció junto a Carlos II la apertura de la tumba de la reina por expreso deseo de su hijo: el cadáver no había sufrido ningún deterioro pese a los tres años transcurridos desde el fallecimiento, parecía dormida y su vestimenta se conservaba sin una sola arruga.
Ella había pedido en su testamento que nadie tocara jamás su cadáver, pero Carlos ordenó a los médicos que le quitaran sus trajes y que comprobaran su estado interior. En ese momento, Mariana enrojeció y su semblante mostró una expresión de ira. Los aterrados médicos se pusieron de rodillas, pidieron perdón a la muerta y se negaron a cumplir el mandato del rey para no cometer un sacrilegio.
Si me ha venido esta anécdota a la memoria es porque aquel embajador austriaco se llamaba Harrach y el fiscal de Palma se llama Horrach. Pura homonimia. Pero lo que enlaza ambas historias es la semejanza entre el temor de los médicos a profanar el cuerpo de la reina muerta y el miedo del Gobierno y la Agencia Tributaria a tocar a una persona que goza de la condición de miembro de la Familia Real.
Salvando las distancias y haciendo abstracción de las circunstancias, estamos ante el mismo respeto reverencial ante quien goza de un estatuto que le coloca por encima de las leyes y que es irresponsable de sus actos por ser la hija de un monarca, al igual que Mariana era descendiente y madre de reyes.
Han pasado más de tres siglos desde aquel episodio, pero la actitud de los protectores de la Infanta es la misma que la de los cortesanos del llamado rey Hechizado. La monarquía sigue teniendo un carácter sacro y, por tanto, es inviolable y está por encima de la ley, como reconoce la propia Constitución a Don Juan Carlos.
Que Cristina vaya hoy a declarar y
a es un cambio de alto valor simbólico, aunque falta por ver si la Justicia se atreverá a romper ese tabú de la intocabilidad de los cuerpos regios.