Gargantilla Verde - José Luis Alvite
Fue una cruda noche de invierno, hace ya algunos años. Llevábamos varios días con nubes bajas y aquella tarde había anochecido mientras aún estaba en los fregaderos la loza manchada del almuerzo. Yo había salido de la ciudad en coche y hacía quilómetros pensando en tardar más tiempo en desandar el camino. En las cercanías de Cambados vi chispear bajo la lluvia, entre la bruma, como un estribillo azul, el riff de un rótulo fluorescente a punto de fundirse. Era un restaurante. Faltaban minutos para las nueve. Aparqué al lado de un coche fucsia con una rueda en llanta. Dejé la gabardina escurriendo la lluvia en un perchero y entré al comedor pisando casi en las puntas de los pies para no interferir en el silencio. En una mesa cerca de un rincón cenaba una hermosa mujer joven vestida de negro con el cuello avivado por una gargantilla verde. Me senté en el rincón opuesto, separado de ella por cuatro mesas reservadas con cartelitos, supuse yo que por si se sentaba a cenar en ellas sin hambre el silencio. Miré hacia el fondo. Ella cenaba algo que no hacía bulto en el plato y me pareció que ni siquiera masticaba lo que fuese que se llevaba a la boca. Permanecía con la mirada distraída, el torso erguido y los brazos distendidos en el discreto ademán de alguien que se hubiese sentado en un restaurante a abrir la correspondencia de un poeta con la pala del pescado. Se me acercó al maitre y como aquella noche estaba dispuesto a que fuese el final de mi dinero y el comienzo de mi testamento, ordené para cenar «cualquier cosa cuyas manchas encarezcan la corbata». «Siento curiosidad por saber qué cena esa mujer del fondo», le confesé al maitre. «Se detuvo aquí por un pinchazo en el coche. Dice que no tiene mucho apetito. Si por ella fuera, le habría servido de primer plato el papel con la factura en blanco. Al final accedió a comer algo y pidió cualquier cosa que sea delgada. Es elegante, ¿verdad? Nunca supe muy bien por qué, pero lo cierto es que la elegancia es diurética y quita mucho el apetito». Aquel tipo tenía razón. Al final de su carrera, el actor británico Rex Harrison estaba entrado en carnes. Pero como era elegante, por mucho que engordase, lo de Rex Harrison en el peor de los casos jamás sería obesidad, sino ostentación. «Sí, esa mujer es elegante, amigo mío, muy elegante. Sería hermosa aunque en el cine proyectasen su imagen en una pantalla arrugada. Supongo que una mujer así solo merece que se le haya pinchado la rueda del coche en el emprendedor de la corbata de Cary Grant»… Mientras la mujer joven y hermosa de la gargantilla verde degustaba un lenguado con sus estilizados ademanes de abrir el correo, pensé con relativa amargura que jamás habría alguien como ella en mi futuro y que tampoco me importaría recordarla por haber estado, siquiera fuese por error, en mi pasado. También pensé que donde quiera que dos hombres peleasen hasta hacerse sangre por una mujer, alguien como ella sería sin duda el razonable motivo. Estábamos los dos en el mismo lugar y a la misma hora, pero éramos tan distintos… Hasta se me pasó por la cabeza que yo era quien estaba allí, recién salido de la lluvia, con el dinero justo para me fuese fácil arruinarme, y que en aquella escena ella era sólo una transparencia de otra película que el viento hubiese arrastrado lejos de su cine de estreno en Broadway. Recordé lo que había dicho de esa clase de mujer un tipo que fue trompetista de la orquesta de Count Basie: «Desengáñate, amigo. Hay mujeres que nunca son para los tipos como tú y como yo. Son el premio de un sorteo al que siempre llegaremos tarde. Sus pisadas acaban sin remedio donde se reúnen los pies de otros hombres, igual que en unas calles el viento junta las colillas de los proscritos y en otra calle bien distinta la brisa reagrupa los sombreros de las mujeres. Olvida a esas chicas, muchacho. Ellas vuelan como perdices de raso para los rifles de los cazadores y nosotros resulta que nos hemos metido en la lluvia armados para la pesca con pluma». Fuera del restaurante arreciaba la lluvia y allí seguía el coche fucsia con una rueda en llanta, reluciente y herido, esperando tal vez a que se me ocurriese la galantería de salir a la calle a cambiarle la rueda y volviese luego a entregarle las llaves de su coche con la mano llena de perfidia, de malicia y de agua. Aunque podría parecer audaz y desde luego resultaba heroica, deseché la idea. La mujer hermosa de la gargantilla verde prendió un cigarrillo y dejó escapar lentamente el humo de su boca sin soplar, en un gesto distraído, involuntario, dejando el humo en suspenso alrededor de su rostro, recapacitando en el aire como un acróbata lento y deshuesado. El maitre dejó sobre mi mesa la joyería de una docena de ostras abiertas como peinetas de carey sobre una cama de hielo picado. Entonces con el humo de su cigarrillo rondó mi cena el perfume de la mujer de la gargantilla verde. No me importa reconocer ahora que sorbí de su concha la primera ostra con los ojos cerrados… Y juraría que al abrir de nuevo mis ojos vi que la mujer de la gargantilla verde tenía discretamente cerrados los suyos… Como suele ocurrir con las de su clase, la mujer hermosa de la gargantilla verde dejó en el plato más comida de la que le habían servido, no arrugó la servilleta, ni se despintó los labios al beber. Presumiendo que a ella le resultaría incómodo pedírmelo, le envié por el maître una nota poniendo mi coche a su servicio. Entendí que aceptaba sin necesidad de que me lo dijese. Lo supe porque las mujeres como ella adoptan frente a la cortesía de los hombres la actitud de alguien que incluso para recibir un favor se hace de rogar, de modo que invierten el valor real del gesto y convierten tu gentileza en un deber. Reconozco que me habría gustado conseguir su cuerpo y que a falta de eso, me conformaría con tener su alma. Al final ella se puso en pie y me sentí en el deber de salir a su rebufo casi sin haber cenado. Ella pasó delante, sin esperarme, dueña de su cuerpo y de su alma, sin que a mí me quedase otra opción que la de hacerme cargo de su factura. Me dolió que la suya fuese una actitud arrogante, pero también pensé que lo que hace apasionantes a muchas mujeres son precisamente esos hirientes detalles que al mismo tiempo que las descalifican las encarecen. En mi relación con las mujeres creía haber aprendido que los disgustos que te ocasionan dejan de ser vulgares en el momento en el que, además de a tu orgullo, afectan a tu bolsillo. La mujer hermosa de la gargantilla verde resultaba de una arrogancia cautivadora, insolente, y seguramente, carísima. Al salir a la calle la protegí de la lluvia con mi gabardina hasta que entró en mi coche sin molestarse siquiera en el falso ademán, tan femenino, de intentar abrir la puerta. Olía bien. A uno de esos perfumes caros, de mujer experimentada y resuelta, que uno sabe de buenas a primeras que con cualquier motivo permanecerán para siempre como un lastre en su conciencia. Le sugerí que hiciésemos tiempo en alguna parte hasta que por la mañana abriesen los talleres. Mi plan era retroceder hasta mi ciudad, ganando en la carretera el tiempo que aún tardaría en abrir las puertas de su local el barman del «Corzo». No dijo nada. Parecía seria, tal vez contrariada por el pinchazo de su coche y decepcionada por el desorden casi bohemio del mío. «Puedes ir tranquila –bromee–. Esto parece una barricada, pero no hay nadie al otro lado de los cascotes». Tampoco dijo nada. Su actitud tan seria y reservada me puso incómodo. La verdad es que me sentí estúpido e inútil, como si en medio de un naufragio ella tuviese la inquietante sensación de estar siendo salvada por un nadador con los brazos de azúcar… Yo tenía entonces un coche muy descuidado en el que los delincuentes no entraban a robar por miedo a contagiarse de la malaria. Resultaba chocante que de aquel trasto se apease alguien como la hermosa mujer de la gargantilla verde sin que se resintiese al instante su reputación. En cierto modo el coche era el reflejo de mi alma destruida por años de vida bohemia y solitaria y con razón aquel psicólogo amigo mío decía que para averiguar mis emociones bastaría con echarle un vistazo al abandono de mi automóvil. Por si ella hacía preguntas, me adelanté a explicarle que mi aseo era más esmerado que el del maldito coche. Ya en el interior del «Corzo» le conté también que cuando el vehículo era nuevo había un gato en aquella calle que corría hasta debajo de él para beneficiarse del calor que desprendía el motor y que el gato se esfumó tan pronto un día vio que por culpa del mal aspecto del coche su lugar al amparo de aquel calor lo había ocupado una rata. «No hará falta decir que esa rata es coherente con el mal estado del coche, pero no refleja en absoluto la limpieza de mi manera de ser», me apresuré a advertirle. A una seña convenida en un lenguaje que nos unía hace tiempo, el barman pinchó en la voz de Rod McKuen «Love´s been good to me», una de esas canciones en cuya letra a uno no le importaría en absoluto verse reflejado. Iba a pedirle que la bailase conmigo, pero no me atreví. Supuse que su respuesta sería una negativa y que lo mejor sería dejar que los acontecimientos se sucediesen por su propio peso, sin que los echase a perder la prisa. «¿Quién canta?», preguntó. «Rod McKuen, un poeta y músico norteamericano. Rod es el autor de la canción. Sinatra la popularizó pero me gusta más esta versión, con permiso de Frank. Le da otro dramatismo; no sé… es… ¿cómo te diría?... suena más íntima, casi como un remordimiento». «No me gustan los remordimientos», contestó. Iba a hacerle una puntualización, pero no me dio tiempo y siguió: “Los remordimientos, la nostalgia… son emociones relacionadas con el pasado. El remordimiento no resuelve la Historia, ni protege de nada. Es como abrir un paraguas hoy para protegerse de la lluvia de ayer». Confieso que su respuesta hizo que se tambaleasen mis planes para aquella noche. Había pagado su cena sin saber muy bien por qué lo hacía y ahora me sentía desarbolado por su rechazo del remordimiento, uno de los rasgos de mi personalidad. Me sentí como si al desvalijarme, un atracador me cobrase también los gastos de desplazamiento. Nunca quise imaginar qué habría ocurrido si aquella noche ella hubiese bailado conmigo la canción de Rod McKuen. Me conformo con la evidencia de que ni merecí siquiera su bofetada. La mujer hermosa de la gargantilla verde dijo que tenía que irse y yo no me sentí capaz de pronunciar una sola frase capaz de detenerla. Incluso evitó que me ofreciese a llevarla en coche. «Siempre estoy cerca del lugar al que tendría que ir», dijo. Habíamos tomado sólo un par de copas y reconozco que me halagó su gesto de permitir que la invitase de nuevo. Hasta me sentí ruin y avergonzado de que aquella noche me sobrase dinero y me hubiese salido tan barato el premio singular de una apuesta en la que no contaba. La vi irse a lo largo de la barra y doblar la esquina del guardarropa, desbrozando con el machete de su empaque el humo de los cigarrillos. Subió luego las escaleras dejando en su estela el estrambote de aquellas pisadas que durante un rato caminaron por mi estómago como martillazos de seda en los clavos de la crucifixión. Días más tarde recibí de manos del barman del «Corzo» una breve nota manuscrita con letra limpia y herniada, tenaz y fluida como una reata de agua, rematada con una firma ilegible. Aunque por mi natural desidia rompí al poco rato el papel, recuerdo al pie de la letra una de sus frases: «Me marché enseguida por la sencilla razón de que cada vez que me sabe a poco un buen momento, temo que al día siguiente todo sea reiterativo y manido, como si hubiesen pasado demasiados años sobre ese instante, igual que envejece la vida en los periódicos a medida que los vas leyendo». En los días que siguieron dudé de que algo así me hubiese sucedido y hasta pensé que aquella mujer había sido la prueba evidente de que por si no fuese suficiente que la literatura me alterase el sueño, lo más probable es que me estuviese afectando también a la vista. Pero después ocurrieron cosas que me hicieron ver que aquel encuentro había existido. Pude saber entonces quien era ella. Se llamaba Rocío González y me la encontré años más tarde en el Savoy, trayendo en la mano una carta de la inolvidable Lorraine Webster. Ella jamás reconoció en mí al tipo que había pagado una noche de lluvia sus facturas. Y si yo lo cuento aquí es solo porque ella sí que me recuerda mi pasado, los días indoloros y dorados, breves como las camelias, cuando soñaba con ser uno de esos cosmopolitas tipos de mundo que se sonríen con melancolía viendo pasar por sus espaldas a la mujer elegante de la gargantilla verde, reflejada como un holograma de raso negro en el escaparate de «Cartier».
Fue una cruda noche de invierno, hace ya algunos años. Llevábamos varios días con nubes bajas y aquella tarde había anochecido mientras aún estaba en los fregaderos la loza manchada del almuerzo. Yo había salido de la ciudad en coche y hacía quilómetros pensando en tardar más tiempo en desandar el camino. En las cercanías de Cambados vi chispear bajo la lluvia, entre la bruma, como un estribillo azul, el riff de un rótulo fluorescente a punto de fundirse. Era un restaurante. Faltaban minutos para las nueve. Aparqué al lado de un coche fucsia con una rueda en llanta. Dejé la gabardina escurriendo la lluvia en un perchero y entré al comedor pisando casi en las puntas de los pies para no interferir en el silencio. En una mesa cerca de un rincón cenaba una hermosa mujer joven vestida de negro con el cuello avivado por una gargantilla verde. Me senté en el rincón opuesto, separado de ella por cuatro mesas reservadas con cartelitos, supuse yo que por si se sentaba a cenar en ellas sin hambre el silencio. Miré hacia el fondo. Ella cenaba algo que no hacía bulto en el plato y me pareció que ni siquiera masticaba lo que fuese que se llevaba a la boca. Permanecía con la mirada distraída, el torso erguido y los brazos distendidos en el discreto ademán de alguien que se hubiese sentado en un restaurante a abrir la correspondencia de un poeta con la pala del pescado. Se me acercó al maitre y como aquella noche estaba dispuesto a que fuese el final de mi dinero y el comienzo de mi testamento, ordené para cenar «cualquier cosa cuyas manchas encarezcan la corbata». «Siento curiosidad por saber qué cena esa mujer del fondo», le confesé al maitre. «Se detuvo aquí por un pinchazo en el coche. Dice que no tiene mucho apetito. Si por ella fuera, le habría servido de primer plato el papel con la factura en blanco. Al final accedió a comer algo y pidió cualquier cosa que sea delgada. Es elegante, ¿verdad? Nunca supe muy bien por qué, pero lo cierto es que la elegancia es diurética y quita mucho el apetito». Aquel tipo tenía razón. Al final de su carrera, el actor británico Rex Harrison estaba entrado en carnes. Pero como era elegante, por mucho que engordase, lo de Rex Harrison en el peor de los casos jamás sería obesidad, sino ostentación. «Sí, esa mujer es elegante, amigo mío, muy elegante. Sería hermosa aunque en el cine proyectasen su imagen en una pantalla arrugada. Supongo que una mujer así solo merece que se le haya pinchado la rueda del coche en el emprendedor de la corbata de Cary Grant»… Mientras la mujer joven y hermosa de la gargantilla verde degustaba un lenguado con sus estilizados ademanes de abrir el correo, pensé con relativa amargura que jamás habría alguien como ella en mi futuro y que tampoco me importaría recordarla por haber estado, siquiera fuese por error, en mi pasado. También pensé que donde quiera que dos hombres peleasen hasta hacerse sangre por una mujer, alguien como ella sería sin duda el razonable motivo. Estábamos los dos en el mismo lugar y a la misma hora, pero éramos tan distintos… Hasta se me pasó por la cabeza que yo era quien estaba allí, recién salido de la lluvia, con el dinero justo para me fuese fácil arruinarme, y que en aquella escena ella era sólo una transparencia de otra película que el viento hubiese arrastrado lejos de su cine de estreno en Broadway. Recordé lo que había dicho de esa clase de mujer un tipo que fue trompetista de la orquesta de Count Basie: «Desengáñate, amigo. Hay mujeres que nunca son para los tipos como tú y como yo. Son el premio de un sorteo al que siempre llegaremos tarde. Sus pisadas acaban sin remedio donde se reúnen los pies de otros hombres, igual que en unas calles el viento junta las colillas de los proscritos y en otra calle bien distinta la brisa reagrupa los sombreros de las mujeres. Olvida a esas chicas, muchacho. Ellas vuelan como perdices de raso para los rifles de los cazadores y nosotros resulta que nos hemos metido en la lluvia armados para la pesca con pluma». Fuera del restaurante arreciaba la lluvia y allí seguía el coche fucsia con una rueda en llanta, reluciente y herido, esperando tal vez a que se me ocurriese la galantería de salir a la calle a cambiarle la rueda y volviese luego a entregarle las llaves de su coche con la mano llena de perfidia, de malicia y de agua. Aunque podría parecer audaz y desde luego resultaba heroica, deseché la idea. La mujer hermosa de la gargantilla verde prendió un cigarrillo y dejó escapar lentamente el humo de su boca sin soplar, en un gesto distraído, involuntario, dejando el humo en suspenso alrededor de su rostro, recapacitando en el aire como un acróbata lento y deshuesado. El maitre dejó sobre mi mesa la joyería de una docena de ostras abiertas como peinetas de carey sobre una cama de hielo picado. Entonces con el humo de su cigarrillo rondó mi cena el perfume de la mujer de la gargantilla verde. No me importa reconocer ahora que sorbí de su concha la primera ostra con los ojos cerrados… Y juraría que al abrir de nuevo mis ojos vi que la mujer de la gargantilla verde tenía discretamente cerrados los suyos… Como suele ocurrir con las de su clase, la mujer hermosa de la gargantilla verde dejó en el plato más comida de la que le habían servido, no arrugó la servilleta, ni se despintó los labios al beber. Presumiendo que a ella le resultaría incómodo pedírmelo, le envié por el maître una nota poniendo mi coche a su servicio. Entendí que aceptaba sin necesidad de que me lo dijese. Lo supe porque las mujeres como ella adoptan frente a la cortesía de los hombres la actitud de alguien que incluso para recibir un favor se hace de rogar, de modo que invierten el valor real del gesto y convierten tu gentileza en un deber. Reconozco que me habría gustado conseguir su cuerpo y que a falta de eso, me conformaría con tener su alma. Al final ella se puso en pie y me sentí en el deber de salir a su rebufo casi sin haber cenado. Ella pasó delante, sin esperarme, dueña de su cuerpo y de su alma, sin que a mí me quedase otra opción que la de hacerme cargo de su factura. Me dolió que la suya fuese una actitud arrogante, pero también pensé que lo que hace apasionantes a muchas mujeres son precisamente esos hirientes detalles que al mismo tiempo que las descalifican las encarecen. En mi relación con las mujeres creía haber aprendido que los disgustos que te ocasionan dejan de ser vulgares en el momento en el que, además de a tu orgullo, afectan a tu bolsillo. La mujer hermosa de la gargantilla verde resultaba de una arrogancia cautivadora, insolente, y seguramente, carísima. Al salir a la calle la protegí de la lluvia con mi gabardina hasta que entró en mi coche sin molestarse siquiera en el falso ademán, tan femenino, de intentar abrir la puerta. Olía bien. A uno de esos perfumes caros, de mujer experimentada y resuelta, que uno sabe de buenas a primeras que con cualquier motivo permanecerán para siempre como un lastre en su conciencia. Le sugerí que hiciésemos tiempo en alguna parte hasta que por la mañana abriesen los talleres. Mi plan era retroceder hasta mi ciudad, ganando en la carretera el tiempo que aún tardaría en abrir las puertas de su local el barman del «Corzo». No dijo nada. Parecía seria, tal vez contrariada por el pinchazo de su coche y decepcionada por el desorden casi bohemio del mío. «Puedes ir tranquila –bromee–. Esto parece una barricada, pero no hay nadie al otro lado de los cascotes». Tampoco dijo nada. Su actitud tan seria y reservada me puso incómodo. La verdad es que me sentí estúpido e inútil, como si en medio de un naufragio ella tuviese la inquietante sensación de estar siendo salvada por un nadador con los brazos de azúcar… Yo tenía entonces un coche muy descuidado en el que los delincuentes no entraban a robar por miedo a contagiarse de la malaria. Resultaba chocante que de aquel trasto se apease alguien como la hermosa mujer de la gargantilla verde sin que se resintiese al instante su reputación. En cierto modo el coche era el reflejo de mi alma destruida por años de vida bohemia y solitaria y con razón aquel psicólogo amigo mío decía que para averiguar mis emociones bastaría con echarle un vistazo al abandono de mi automóvil. Por si ella hacía preguntas, me adelanté a explicarle que mi aseo era más esmerado que el del maldito coche. Ya en el interior del «Corzo» le conté también que cuando el vehículo era nuevo había un gato en aquella calle que corría hasta debajo de él para beneficiarse del calor que desprendía el motor y que el gato se esfumó tan pronto un día vio que por culpa del mal aspecto del coche su lugar al amparo de aquel calor lo había ocupado una rata. «No hará falta decir que esa rata es coherente con el mal estado del coche, pero no refleja en absoluto la limpieza de mi manera de ser», me apresuré a advertirle. A una seña convenida en un lenguaje que nos unía hace tiempo, el barman pinchó en la voz de Rod McKuen «Love´s been good to me», una de esas canciones en cuya letra a uno no le importaría en absoluto verse reflejado. Iba a pedirle que la bailase conmigo, pero no me atreví. Supuse que su respuesta sería una negativa y que lo mejor sería dejar que los acontecimientos se sucediesen por su propio peso, sin que los echase a perder la prisa. «¿Quién canta?», preguntó. «Rod McKuen, un poeta y músico norteamericano. Rod es el autor de la canción. Sinatra la popularizó pero me gusta más esta versión, con permiso de Frank. Le da otro dramatismo; no sé… es… ¿cómo te diría?... suena más íntima, casi como un remordimiento». «No me gustan los remordimientos», contestó. Iba a hacerle una puntualización, pero no me dio tiempo y siguió: “Los remordimientos, la nostalgia… son emociones relacionadas con el pasado. El remordimiento no resuelve la Historia, ni protege de nada. Es como abrir un paraguas hoy para protegerse de la lluvia de ayer». Confieso que su respuesta hizo que se tambaleasen mis planes para aquella noche. Había pagado su cena sin saber muy bien por qué lo hacía y ahora me sentía desarbolado por su rechazo del remordimiento, uno de los rasgos de mi personalidad. Me sentí como si al desvalijarme, un atracador me cobrase también los gastos de desplazamiento. Nunca quise imaginar qué habría ocurrido si aquella noche ella hubiese bailado conmigo la canción de Rod McKuen. Me conformo con la evidencia de que ni merecí siquiera su bofetada. La mujer hermosa de la gargantilla verde dijo que tenía que irse y yo no me sentí capaz de pronunciar una sola frase capaz de detenerla. Incluso evitó que me ofreciese a llevarla en coche. «Siempre estoy cerca del lugar al que tendría que ir», dijo. Habíamos tomado sólo un par de copas y reconozco que me halagó su gesto de permitir que la invitase de nuevo. Hasta me sentí ruin y avergonzado de que aquella noche me sobrase dinero y me hubiese salido tan barato el premio singular de una apuesta en la que no contaba. La vi irse a lo largo de la barra y doblar la esquina del guardarropa, desbrozando con el machete de su empaque el humo de los cigarrillos. Subió luego las escaleras dejando en su estela el estrambote de aquellas pisadas que durante un rato caminaron por mi estómago como martillazos de seda en los clavos de la crucifixión. Días más tarde recibí de manos del barman del «Corzo» una breve nota manuscrita con letra limpia y herniada, tenaz y fluida como una reata de agua, rematada con una firma ilegible. Aunque por mi natural desidia rompí al poco rato el papel, recuerdo al pie de la letra una de sus frases: «Me marché enseguida por la sencilla razón de que cada vez que me sabe a poco un buen momento, temo que al día siguiente todo sea reiterativo y manido, como si hubiesen pasado demasiados años sobre ese instante, igual que envejece la vida en los periódicos a medida que los vas leyendo». En los días que siguieron dudé de que algo así me hubiese sucedido y hasta pensé que aquella mujer había sido la prueba evidente de que por si no fuese suficiente que la literatura me alterase el sueño, lo más probable es que me estuviese afectando también a la vista. Pero después ocurrieron cosas que me hicieron ver que aquel encuentro había existido. Pude saber entonces quien era ella. Se llamaba Rocío González y me la encontré años más tarde en el Savoy, trayendo en la mano una carta de la inolvidable Lorraine Webster. Ella jamás reconoció en mí al tipo que había pagado una noche de lluvia sus facturas. Y si yo lo cuento aquí es solo porque ella sí que me recuerda mi pasado, los días indoloros y dorados, breves como las camelias, cuando soñaba con ser uno de esos cosmopolitas tipos de mundo que se sonríen con melancolía viendo pasar por sus espaldas a la mujer elegante de la gargantilla verde, reflejada como un holograma de raso negro en el escaparate de «Cartier».