Mujer al óleo - José Luis Alvite
A veces cuando me vence de madrugada el cansancio y ya solo hago planes para no reaccionar, me quedo mirando sin ahínco el rostro a deshora de una mujer y desando con la imaginación sus rasgos hasta dar con la decantación del retrato impresionista del que podría haberse derivado la imagen en la que me entretengo. Entonces se reproduce el resplandor del óleo en la luz que divaga casi a tientas por la pista del Corzo, y aunque el ambiente está desierto, puedo ver suspendidas en la pérgola del humo de mis cigarrillos las figuras que pintó Renoir en "El almuerzo de los remeros", uno de esos cuadros cuyos trazos a mi siempre me parece que pertenecen a un tiempo dulce y venial en el que el calor estaba de paso en el fuego y no había un solo lunes que no cayese en domingo. En una ocasión me ensimismé mirando el rostro de mi amiga Rocío González, que es una meridional mujer de yodo, y la imaginé paseando al óleo con los pies desnudos por la sémola amarilla de una playa, arbolando en azul la espuma con la vela de su paseo, como una infusión de luz desleída en medio palmo de agua, mientras la marea se anudaba en un lento oleaje amarillo con delicada resaca de blonda azul. Ella estaba entretenida en algún pensamiento y yo no le dije nada porque pensé que podría estorbarla y también porque no quería perderme lo que estaba ocurriendo en el interior mi cabeza. ¡Cuanto me habría gustado retratarla en su elegante descuido! ¡Que envidia sentí al evocar las manos lúcidas, coloristas y narrativas de Renoir, de Edgar Degas, de Claude Monet, de Sislley, de Van Gogh?! Pero recuerdo las pinceladas de su rostro aterido por una ausencia a medio camino entre el cansancio y la incertidumbre, plisado por el reflejo de una persiana que deletreaba en el confín de la tarde la fruta deshuesada de su mirada y la luz de la calle; y su belleza impresionista diferida en el tiempo; y aquella sonrisa en la que no sabría si cavilaba la esperanza, remitía la ilusión o aguardaba agazapada, como un anzuelo de sirope, la firma dócil, remota y acostada de Auguste Renoir. Durante la presentación de "Humo en la recámara" me preguntó por qué la miraba como sin fijarme en ella. Yo estaba algo confuso y si no recuerdo mal, no le dije lo que sin embargo creo que le confesé: "Ahora sé en qué pensaban los pintores impresionistas descreídos cuando contemplaban a sus modelos. Hay quien dice que aquellos tipos a las mujeres les soltaban con sus trazos las ataduras emocionales y hacían que con la pintura se les desenlazase en su rostro el bramante amarillo del alma, como si destejiesen con una lezna la paja de su sombrero. Puede que eso fuese cierto, pero, ¿sabes?, yo he mirado con calma tu cara y creo que lo que asoma al rostro de algunas mujeres no es la luz concreta y minuciosa de lo que piensa, ni la piel de sus sueños, Rocío, sino el remoto resplandor boreal en el que resulta la fisonomía femenina cuando la realidad corre por su rostro y lo deja sereno como si acabase de sofocar el calor llevándose con las manos al rostro dos palmadas de agua azucarada, oleosa y taciturna". Ella siguió a lo suyo en silencio, con la sonrisa encallada y la mirada entornada en elegantes cuclillas. Y yo tampoco le dije entonces lo que ahora sin embargo recuerdo haberle dicho: "Me gustaría tener en mis manos de escribir el tacto cansado del Renoir escéptico y tardío. Porque lo que veo en ti no es solo un rostro agraciado y ameno, amiga mía, sino los rasgos casi hablados de una mujer que en los pinceles del pintor vería pasar la vida desovada en sus ojos, con las manos diezmadas por el peso anátida de un abanico, con un sorbo de luz en la sonrisa y el rostro hermoso, cansado y descalzo".