Para los que también sufren y me sufren - Nacho Mirás Fole
Es rarísimo, diría que hasta imposible, que un periódico repita un reportaje. Las teles sí que lo hacen, cada vez más. Los que nos dedicamos a esto sabemos que el producto que elaboramos por escrito es flor de un día y que, si acaso, la relectura es más una elección de lector que se administra como le da la gana y que marca sus propios tiempos que de quien edita, que no hace más que vomitar información a toda pastilla. La ventaja de escribir uno en su propio espacio, como hago yo ahora, es que soy mi editor y puedo repetir, rectificar o programar sin pedirle permiso a nadie. Y eso es lo que voy a hacer hoy, 3 de enero del 2014, simplemente porque me da la gana. Aunque el cáncer que se ha instalado en mi cabeza lo sufro yo, no es menos cierto que los que están alrededor lo sienten como suyo. Y que me sufren además a mí, que si ya no doy buen sano, difícilmente daré buen enfermo. Por todas estas razones, y para los que os acabáis de incorporar a la lectura de estas memorias sanitarias -sabéis que defiendo que, en el fondo, a todos nos interesan mucho las casas, las vidas y las enfermedades de los demás- retomo una historia que escribí el 4 de julio del año pasado, día de mi 42 cumpleaños, y que dediqué a una de esas personas especiales con las que seguramente debería ser más justo: mi padre. Por él y por el resto del equipo, que no es pequeño, reedito El archivo secreto. Feliz fin de semana.
El archivo secreto
Una herida a punto de cicatrizar. Así se titulaba el primer reportaje que publiqué, en julio de 1991, en La Voz de Galicia. Como hoy, cumplía años, aunque veinte y no 42. Aquella crónica pueril sobre la historia terrible de Ramón Leboráns, armada con mucho entusiasmo y sin tablas en las que apoyarme, fue el inicio de todo. Aquel atrevimiento de becario pasó desapercibido para la mayor parte de la humanidad pero, sin embargo, le sirvió a mi padre para empezar una colección de la que jamás se ha dado de baja: la de la vida contada por su hijo.
En el jardín de nuestra casa de Vigo, justo en el sitio donde la madrina Celia tuvo plantado un limonero de cuyo tronco salieron las baquetas de un tambor, mi padre construyó un garaje con cuatro chapas para que el Renault 6 durmiera a cubierto. Pero, como suele ocurrir, el coche acabó en la calle y el garaje derivó en galpón multifunción. En esos doce metros cuadrados escasos se pasó Mirás las horas interminables de parado de larga duración, primero, y el descanso merecido del jubilado, después. El chabolo está rotulado con azulejos portugueses que, a letra por azulejo, componen el título de propiedad del local: “Obradoiro Mirás”· Como en Valença do Minho no vendían letras de cerámica con acentos, el apellido lo tildó en la A con un rotulador permanente y lo repasa de vez en cuando porque, en realidad, la permanencia es un concepto relativo.
Cuando a mi padre le vinieron mal dadas, en los años oscuros, sufrimos todos, él el primero. Podría haberse dado al alcohol o a las drogas y nadie se lo hubiera reprochado, tal fue la circunstancia vital en la que nos vimos metidos. Pero, no sin ayuda, eligió una vía mucho más productiva que, además, estaba exenta de resaca, que no de efectos secundarios. Cestería, macramé, marquetería, esmalte al fuego, repujado en cuero… El paro de mi padre hizo que mi casa y las casas de mis hermanos se fuesen llenando de obras firmadas de su puño y letra que salían de su factoría del jardín según iba superando cursillos de cualquier cosa que se pudiese hacer con las manos. Llegó un momento en el que la producción fue tan exagerada que comenzamos a esconder el excedente. “O sea que os regalo un perchero construido con unos aislantes de Fenosa ¿y no lo colgáis? ¿Despreciáis una papelera de mimbre hecha a mano? Sois unos desagradecidos”, rosmaba.
Nos costó hacerle entender que lo de no exponer todos sus trabajos no es tanto una cuestión de gusto como de espacio. La mesa de la tele y dos esculturas son obras suyas y ahí están, a la vista, con orgullo de hijo. Y el servilletero que usamos como panera y el pañalero de mi hija, también eso. Pero cuando digo que la producción era mayúscula no exagero. Creo que aún hoy, con el asunto ya muy hablado, sigue dudando de nuestras excusas sobre el problema de almacenamiento y piensa que, en realidad, somos unos pijos de ciudad que no valoramos un carallo el sabor de lo auténtico.
El caso es que, en medio de esta vorágine bricomaníaca, Mirás fue a parar a un cursillo de encuadernación. Acabó comprándose una guillotina y una prensa y le dedicó muchísimo entusiasmo al cosido de lomos. En su casa podéis encontrar auténticas enciclopedias falsas que, en realidad, son folletos de Lidl y de Alcampo en edición de coleccionista, el producto de su adiestramiento como encuadernador. Superado el preparatorio, se atrevió a meterle mano a los fascículos. Es verdad que la guillotina, a veces, le quitaba o le ponía grados al ángulo recto pero, en general, depuró la técnica.
Lo que no sabíamos es que, en realidad, lo que mi padre estaba haciendo desde su zulo de Mantelas era prepararse a fondo para dar salida a la edición clandestina, y única, de unas memorias profesionales larguísimas escritas durante más de 8.000 días con millones de caracteres: las mías.
El titular del reportaje con el que empezaba este texto, Una herida a punto de cicatrizar, es el primer capítulo de esa hemeroteca propia que me ha pagado las facturas todo este tiempo. Durante 22 años, mi padre ha ido guardando y clasificando cuidadosamente todo lo que he publicado en La Voz de Galicia. Es cierto que la sección de Santiago le ha quedado bastante mermada -más que nada porque está suscrito a la edición de Vigo y mis contribuciones a la prensa local apenas le llegan-, pero el resto de lo firmado está todo, absolutamente todo. No conozco otro caso igual. Y tampoco conozco a nadie que tenga las estanterías de su casa todas las colecciones que ha entregado La Voz a lo largo de su historia. ¿Alguien duda de la fidelidad familiar? Sobrecoge, eso sí, pensar que todo ese esfuerzo cabe en un miserable pendrive.
Hace unos días, en ausencia de su dueño, allané el Obradoiro Mirás, abrí un armario y me encontré los 22 años de profesión allí depositados. Fue emocionante volver al periodismo pretecnológico. Me sentí Indiana Jones explorando los recovecos impresos de mi propio cerebro. Hay una sección que mi padre ha encuadernado en tapa dura, diferente del resto: La cara B, cuatro volúmenes con más de quinientas entrevistas que son el producto de ocho años de conversaciones; la serie de entrevistas más larga jamás publicada en los 131 años de historia del periódico. Muchos de los que salen han muerto. Otros no debieron salir nunca… Allí dentro hay días buenos, días malos… horas y horas de diálogos que me han hecho madurar en la profesión y en la vida. Repasando cada cara B viajé a una época, a una novia, a una alegría o a un dolor. Incluso está encuadernada la declaración amorosa que redacté un 14 de febrero, un documento que tiene un valor especial para mis hijos por cuanto en ese pequeño textito de nada, ordenado por mi amigo José Manuel Rubín, está nada menos que su origen, el borrador de sus genes.
Con los dedos negros de pasar páginas, volví a colocar todo en su sitio, cerré el armario y me sentí como un Snowden cualquiera que acabara de violar los archivos marcianos del Área 51.
Dentro de muchos años, las memorias periodísticas que se conservan en el garaje familiar serán un tesoro para mis hijos por lo que representan, por el fondo que le puso su padre y por la forma que le dio su abuelo. Pero ese material será también, y más pronto que tarde, arqueología de un tiempo en el que el periodismo se imprimía siempre después de haber hecho la digestión; la sobreinformación vomitada a borbotones en la que nos hemos instalado no hay Dios que la encuaderne, ni falta que hace. Gracias, papá.