Interior de paloma muerta - Jose Luis Alvite
Me reafirmo en mi vieja idea de que el rostro castigado de algunas personas es la mala letra de una gran historia. El escritor Francis Scott Fitzgerald triunfó al principio de su carrera y en plena juventud se le cansaban los brazos antes de poder gastar el dinero que medraba como hongos en las palmas de sus manos, pero todo que admiro en él no es sólo su literatura o su triunfo, sino lo digna y elegante que siempre me pareció su caída. Supongo que esa tentación del deterioro humano es la misma que siento al contemplar las ruinas de las ciudades destruidas por la guerra y la que me atrae hacia los jardines abandonados y las viejas estatuas en cuya entereza de mármol prenden tenaces la corrosión y el musgo. De los hombres me atrae menos su expediente académico que los estragos que haya causado la vida en su rostro.
Cada vez que hablo con una mujer interesante y le escucho frases inteligentes, me pregunto si no sería aún más memorable en el caso de que escupiese sangre al hablar. He sentido siempre verdadera fascinación por los personajes fracasados y enfermos, en contraposición con la indiferencia que me producen por lo general los saludables triunfadores. Reconozco sentir admiración por unos cuantos hombres importantes, pero sé que no hay un solo ser humano cuya reputación no mejore a mis ojos si su obra irreprochable va acompañada de las horribles secuelas de un accidente de coche.
Alguien que vivió en el Berlín de entreguerras me reconoció hace algunos años que la capital alemana jamás había sido tan hermosa como cuando resultó arrasada por las tropas soviéticas en la II Guerra Mundial. No me costó estar de acuerdo con aquel tipo. Siempre supe que hay ocasiones en las que cierta clase de arquitectura produce más mediocridad artística que la implacable acción de la artillería. Y lo mismo ocurre con los hombres. Aunque no hubiese escrito una sola obra literaria, Oscar Wilde habría entrado en la inmortalidad por su manera de hablar. Sin embargo, es en la sórdida doblez de su existencia donde radica la grandeza del personaje. Y eso es así en su caso y en el de tantos personajes literarios porque se dejaron destruir por el imponderable peso de su grandeza. Y también, maldita sea, porque la suya es siempre una belleza sutil y vulnerable, un resplandor que sucede como en el rabillo del ojo y que les conduce a la gloria al mismo tiempo que al olvido, como si cada uno de esos maravillosos seres humanos se conformase con ser un gato caminando a oscuras por el interior azul y encarnado de una pobre paloma muerta.
Me reafirmo en mi vieja idea de que el rostro castigado de algunas personas es la mala letra de una gran historia. El escritor Francis Scott Fitzgerald triunfó al principio de su carrera y en plena juventud se le cansaban los brazos antes de poder gastar el dinero que medraba como hongos en las palmas de sus manos, pero todo que admiro en él no es sólo su literatura o su triunfo, sino lo digna y elegante que siempre me pareció su caída. Supongo que esa tentación del deterioro humano es la misma que siento al contemplar las ruinas de las ciudades destruidas por la guerra y la que me atrae hacia los jardines abandonados y las viejas estatuas en cuya entereza de mármol prenden tenaces la corrosión y el musgo. De los hombres me atrae menos su expediente académico que los estragos que haya causado la vida en su rostro.
Cada vez que hablo con una mujer interesante y le escucho frases inteligentes, me pregunto si no sería aún más memorable en el caso de que escupiese sangre al hablar. He sentido siempre verdadera fascinación por los personajes fracasados y enfermos, en contraposición con la indiferencia que me producen por lo general los saludables triunfadores. Reconozco sentir admiración por unos cuantos hombres importantes, pero sé que no hay un solo ser humano cuya reputación no mejore a mis ojos si su obra irreprochable va acompañada de las horribles secuelas de un accidente de coche.
Alguien que vivió en el Berlín de entreguerras me reconoció hace algunos años que la capital alemana jamás había sido tan hermosa como cuando resultó arrasada por las tropas soviéticas en la II Guerra Mundial. No me costó estar de acuerdo con aquel tipo. Siempre supe que hay ocasiones en las que cierta clase de arquitectura produce más mediocridad artística que la implacable acción de la artillería. Y lo mismo ocurre con los hombres. Aunque no hubiese escrito una sola obra literaria, Oscar Wilde habría entrado en la inmortalidad por su manera de hablar. Sin embargo, es en la sórdida doblez de su existencia donde radica la grandeza del personaje. Y eso es así en su caso y en el de tantos personajes literarios porque se dejaron destruir por el imponderable peso de su grandeza. Y también, maldita sea, porque la suya es siempre una belleza sutil y vulnerable, un resplandor que sucede como en el rabillo del ojo y que les conduce a la gloria al mismo tiempo que al olvido, como si cada uno de esos maravillosos seres humanos se conformase con ser un gato caminando a oscuras por el interior azul y encarnado de una pobre paloma muerta.