Dolor con estilo - Jose Luis Alvite
En estos últimos años me he preguntado muchas veces si tendría que darme por satisfecho con los resultados obtenidos en el oficio de escribir y la verdad es que a eso sólo puedo contestar que he llegado demasiado lejos teniendo en cuenta lo poco que me he esforzado en conseguirlo y pensando sobre todo en lo bien que se me ha dado siempre la resistencia al éxito. De las muchas cosas que hago mal, la de escribir es sin duda la que mejor me sale y en la que más a gusto me encuentro. No soy hombre de objetivos importantes. Ni de esfuerzos memorables. Tengo días de euforia a los que siguen sin remedio insufribles momentos de angustia, de modo que casi sin solución de continuidad paso del entusiasmo físico a sufrir un cansancio extremo, en el que incluso me pesa horrores el agujero del culo.
Con el paso de los años se me ha acentuado el escepticismo que arrastro casi desde la infancia. He perdido la cuenta de los años que hace que no aplaudo y he ido perdiendo al mismo tiempo la esperanza de que ocurra en mi vida algo que me conmocione el alma tanto como una multa de tráfico en el parabrisas del coche. En eso estoy como cuando hace veinte años me convencí de que la vida consiste en convertir en rutina los remordimientos y en esquivar como se pueda las cagadas de las palomas. No niego que he conocido a unas cuantas personas importantes que me dejaron huella, pero la mayor parte de las veces he dado con hombres y mujeres sin nada que decir, tipos corrientes que en realidad no me sirvieron para otra cosa que para confirmar mi aversión al cemento. Amo la vida y sin embargo me gusta contemplar su destrucción, seguramente porque cuando un incendio arrasa un paisaje desolado sólo vale la pena el esfuerzo de salvar el fuego.
La última vez que me senté en un parque fue hace más de veinte años y recuerdo que le eché grava a los patos para que se les jodiese el pico. A muchas de las personas que me jodieron la vida tendría que haberles hecho lo mismo dándoles de comer migas del nueve largo con una pistola en la boca. Si no lo hice nunca no sería por falta de deseos de hacerlo, sino porque la venganza requiere de un esfuerzo del que nunca me sentí capaz. Gracias a esa falta de fogosidad criminal me he convertido en un tipo en apariencia tranquilo, reservado, incluso mezquino y maquinal, alguien capaz de enfriar las flores para que se mueran luego lentamente. Pero yo no soy así, aunque me haya esforzado poco en desmentirlo y apenas me haya preocupado de disimularlo. Mi sonrisa se parece a menudo el rictus del estreñimiento. Eso no quita que quienes me conocen me consideren un hombre agradable y divertido, aunque he observado que la mayoría de las veces permanecen un poco a la defensiva, como si temiesen que ese instante de distendida felicidad fuese sólo el luminoso y efímero relámpago de un trueno a punto de estallar. Algunos se decepcionan si eso no ocurre porque en el fondo se han creído la idea que circula por ahí de que soy incapaz de vivir en sociedad y de adaptarme sin dificultad a las rutinas de cada día. Nunca entenderé que alguien se decepcione por descubrir que en realidad soy un tipo contenido pero agradable, alguien que si no aprieta mucho al abrazar no es por falta de afecto, sino porque soy uno de esos tipos que tarda en entregarse pero que cuando lo hacen son incapaces de abrazar a alguien sin sentirse en la obligación de pedirle matrimonio. Mis sentimientos los manifiesto mejor cuando escribo. Circulan por ahí centenares de posavasos en los que he ido escribiendo mis pensamientos en los bares. Muchas personas me agradecieron lo que pudo haciéndoles una confesión tal vez sólo fuese un cumplido; algunas mujeres se tragaron su orgullo y guardaron celosamente aquellas notas, no porque pudiesen interpretarlas a su favor, sino porque prefieren creer que lo nuestro no fue exactamente una derrota antes de haber siquiera empezado la lucha, sino una falta de ortografía. Es lo bueno de dedicarse al oficio de escribir: Que en las malas noticias que le envías por el ir y venir del camarero, a ella siempre le quedará la duda de que lo vuestro no fue un fracaso, sino el inevitable resultado de mezclarse entre el humo de los cigarrillos, un exceso de copas y un puñado de mala letra. No digo que los golpes por escrito no hagan daño, que lo hacen, pero si se tratan con cariño, las guateadas bofetadas de la literatura no dejan como secuela el hematoma o la herida, sino el elegante e indoloro recuerdo del guante. Si lo haces con cierto estilo, puede que ella te retire el saludo, pero jamás te devolverá el correo.