Chica con lodo al final del viento - José Luis Alvite
No sé a vosotros, pero a mi me ha ocurrido con cierta frecuencia que cada vez que intentaba decirle algo a una mujer en la barra del bar, me paraba tanto a pensarlo, que al final de lo que yo sentía por ella sólo se enteraba a medias el cabrón del barman. Mi sentido del ridículo me ha convertido a menudo en un cobarde. O en un imprudente. Como cuando la escribí a una mujer en un posavasos las cosas encendidas que me hacía sentir al mirarla a lo largo de la barra. Ella sonrió y guardó aquella nota en su bolso. La noche siguiente me devolvió aquel posavasos su marido, que resultó ser un viejo amigo mío. Nunca hasta entonces me había sucedido nada semejante. Escarmenté y tomé medidas para que no se me repitiese la historia. La principal fue escribir mis notas en una letra confusa que pudiese ser interpretada de muchas maneras. Su vanidad les permite a algunas mujeres interpretar las notas según su conveniencia, de modo que se sonríen complacidas aunque le hayas hecho llegar por el ir y venir del barman la farragosa letra del médico en la que, con estudiada confusión caligráfica, te diagnostica unas incómodas hemorroides. A lo lago de miles de noches en las barras de los bares he observado que las mujeres se ausentan inmediatamente de recibir el posavasos con una nota elogiosa. Pero no se retiran por prudencia o por no dar lugar a equívocos. Se largan simplemente porque tu letra es muy mala y temen entenderla, tal vez porque las mujeres que yo conozco nunca tienen claro si desean saber lo que realmente piensas de ellas o prefieren disfrutar de la duda en la seguridad de que en esos casos lo peor que se puede hacer con una duda es disiparla. Me dijo de madrugada una fulana en un garito: “Muchas mujeres temen que les digas lo que en el fondo desean con toda su alma escuchar. Por mucho que la propaganda diga otra cosa, somos equívocas, cielo. En realidad yo misma cuando temo correr riesgos si me fijo en un hombre, la verdad es que me tienta acercarme a él, y si no lo hago, es porque en el fondo presiento que esa sensación de peligro puede ser infundada”. También me comentó que es frecuente que las mujeres miren a cada rato el reloj para dar una falsa sensación de prisa. “En realidad –dijo– en realidad yo misma miro el reloj cada vez que temo ser abordada por un hombre que me atrae. Algo en mi interior me dice que debo tener a mano la coartada de la prisa por si tengo que excusarme para evitar un posible peligro. Hay momentos de sus relaciones en los que en una mujer su corazón manda siempre menos que su reloj. Para una mujer, querido, es difícil calibrar si es demasiado tarde para seguir en el bar o demasiado temprano para volver a casa. Nadie duda de que la noche tiene sus peligros, cielo, pero, sinceramente, para una mujer como yo nada hay tan inquietante como la sensación de que la puerta de tu casa sólo la echará abajo a patadas el silencio”.
Una madrugada encontré hace años a una muchacha caminando por el arcén de la carretera vestida de largo. Detuve el coche y me interesé por lo que le sucedía. “Me han arrojado de un coche en marcha unos tipos a los que me resistí porque querían abusar de mi”. Estaba sucia por haber caído en una cuneta llena de lodo. Me preguntó si podría llevarla hasta donde hubiese una cabina telefónica. “¿Te arriesgarás a subir en mi coche? ¿No temes que te ocurra lo mismo otra vez y acabes en el lodo de otra cuneta?”. “Sé que corro ese peligro, pero subiré a tu coche si aceptas llevarme”. “¿Y por qué lo haces?”. “Llevo mucho tiempo alternando a estas horas. Conozco las ventajas y los riesgos. No me subo a tu coche convencida de que no me harás daño. ¿Sabes?, me subo a tu coche porque llueve y hace frío… y también porque, por desgracia, las chicas como yo siempre vivimos a unas cuantas cunetas de donde nos equivocamos de hombre por primera vez”.
Vivía cerca y no tardamos en llegar. En mi vida he vuelto a saber de ella, ni volví jamás a circular en coche husmeando por si acaso sus cunetas. A veces hasta me parece que aquello en realidad nunca ocurrió y que sería de otra cosa el lodo que secó aquella mañana como escarcha de grava en la tapicería del coche. Mujeres como aquella he conocido a unas cuantas al final del cansancio y al borde del sueño. Tal vez sólo fueron imaginación mía. Pero eso importa poco si me sirvió para que con el paso del tiempo recuerde a aquella muchacha y me permite ahora escribir que empezaba a saber algo de ella justo cuando se apeó del coche bajo la lluvia, a la salida de una de esas curvas en las que sólo las comisuras del polvo saben que estuvo allí alguna vez el viento… aquel lugar, amigo mío, en el que tantas veces recuerdo haber escuchado bajo las ruedas del coche las alas de las mariposas, la laringe de la lluvia y el asma de la soledad.