Cipote de Calatrava - Raúl del Pozo
El arquitecto de Osiris, de Camps, de Jaume Matas y Rita Barberá se llama Santiago Calatrava y a estas alturas nadie sabe si es un genio o un fallero.
El artista oficial del despilfarro, la ostentación y el sobreprecio no sólo ha lanzado sus mascletás arquitectónicas en Valencia, sino en las principales ciudades del mundo. Incluso llegó a diseñar un puente en Venecia desde el que lo maldicen todos los días los abuelos que se rompen la crisma.
Tengo claro que Santiago Calatrava es un ingenio de la pirotecnia pompier, un manierista de fortuna o, por lo menos, un cerebro en el arte de esquilmar a los alcaldes. Su pólvora mojada no sólo salió de la caja B del PP, sino de los gobernantes de Nueva York, París o Jerusalén. Hay gilipollas en todos los gobiernos.
Llegó a diseñar rascacielos en Chicago, a construir óperas, puentes, aeropuertos sin váteres y ciudades de las artes sin artistas. Cobró millones por la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia, que ahora se llena de topos, e hizo un obelisco cerca de mi casa en la Plaza de Castilla, entre las Torres Kio, junto a los juzgados que no pudieron con los mangantes.
Ahí quería yo llegar. Pericles, para hacer de Atenas la primera ciudad de Grecia, puso al mando de las obras a Fidias, a quien se condenó por la desaparición del oro y del marfil. A Calatrava lo persiguen los fiscales porque su obra se va derrumbando. Fidias esculpió a Zeus en una estatua de oro y marfil de 12 metros de altura y dijeron los atenienses: «Esperemos que no se levante; si no, adiós el techo».
Yo temo que el monolito, espeto o aguja de 93 metros se desmorone, porque lleva en sus entrañas las estafas del material y el sobrecoste. Mis vecinos miran con pavor ese cipote de oro que un día pueden derribar los islamistas o quizás el viento y caer sobre una gasolinera incendiando mi barrio. El regalito lo hizo la Fundación Caja Madrid, madre de los más grandes timos.
Ahí está el obelisco inútil, alelado, mudo e inmóvil, ni siquiera vale para que meen los perros. Las casi 500 láminas de bronce que debían recrear un efecto helicoidal ascendente nunca se cimbrean. El monolito nunca se mueve y queda en la plaza, cuyas torres se rieron de todas las leyes, incluida la de la gravedad, como recuerdo de una época de asalto al dinero público, a la cuota-trinque, cuando la política era -sigue siendo- una fratría donde los partidos se reparten los cipotes, los jueces, las cátedras, los escaños y los obeliscos.