Se cuentan con los dedos de una mano las veces que habré perdido en público la compostura a lo largo de mi vida. Me gustaron siempre la calma, cierta desidia y los gestos inútiles, como cuando compré un sombrero sólo por el placer de saber qué sentiría al descubrirme ante la muchacha que acababa de vendérmelo. También me gusta disculparme con la gente que me ofende y llegar en coche por error a lugares a los que jamás tendría que haber ido. Incluso cuando era adolescente y practicaba mucho deporte, mi vocación era la de convertirme por fin en un hombre estoico y cansado, en alguien convencido de que su meta en la vida sería cualquier sitio al que hubiese ido a parar. Por supuesto, sé que en mi caso sólo es cansancio lo que a otros les parece paciencia y también sé que si muriese en extrañas circunstancias, considerando la abnegación del forense me jodería no poder echar una mano en mi autopsia. Mi proverbial pereza me ha alejado de doctrinas e ideologías, de credos y de instrucciones, de modo que mi vida ha transcurrido con una libertad que no fue nunca en mi caso una conquista de la inteligencia, sino el resultado de la desidia. Me ha ocurrido como al caballo del hipódromo, que si llega pronto a la meta no es por el afán de ganar, sino para sacudirse por fin de encina el peso del jinete. La verdad es que tampoco he tenido nunca entusiasmo de redentor, ni pasta de héroe. Sólo deseo ser el hombre descreído y cansado que a veces alentó el sueño de dar a deshora con una mujer atractiva, interesante y letal a la que poder decirle: «Sé que no soy tu tipo y no me importa. También sé que pierdo el tiempo hablándote y tampoco me importa. En realidad sólo me interesas por si el día de mañana necesito un remate estúpido para mi columna del periódico».