Física y química - Nacho Mirás Fole
No me parecía muy estético ir en autobús a la primera batalla de mi guerra radiactiva contra el cáncer que se empeña en plantar una coliflor en mi cerebro. Así que, después de una larga caminata con mi amigo Yanqui -ya tendré tiempo de hablar más a fondo de Yanqui, que es un personaje muy importante en esta historia- tomé la decisión de llegar al Hospital Clínico Universitario de Santiago de Compostela por mi propio pie. Pensé en el capitán Vázquez Molezún dándole órdenes a mi padre en el viejo cuartel del Hórreo: “¡Pecho pa fuera, barbilla recogida, soldado!”. En el plan de trabajo del servicio de Radioterapia me han encajado cada día, durante los treinta próximos -descontando fines de semana- en un hueco a las dos de la tarde. Así que cada vez que arranque en la SER Hora 14, a mí me estarán friendo la sesera.
Todo lleno de razón, bajé la avenida de Barcelona dispuesto a plantarle cara al enemigo. A falta de fusil o de bayoneta, salí de casa armado con un paraguas Jani Markel que me costó diez euros en un chino hace varios años. Ha aguantado varias ciclogénesis explosivas, así que no me pareció una mala opción para defenderme en la adversidad. Voy a desvelar un secreto: Jani y Markel son los hijos del dueño de la marca, un importador afincado en el País Vasco; cuando colapsé tenía pendiente la publicación de un reportaje sobre el empresario que ha montado un emporio a costa de las borrascas. Al llegar al destino lo más fácil hubiera sido entrar por el edificio de consultas externas, pero me pareció más grandioso hacerlo por la puerta principal.
Suelo llegar con tiempo a los sitios, y a la guerra no iba a ser menos. Antes de bajar a Radioterapia me di una vuelta por el Hospital de Día de Oncología, ahora convertido en mi cuartel general. Mientras hacía tiempo, miré desde la ventana a la inmensidad de Vidán, me puse los auriculares y pinché el tema principal de la banda sonora de esta película basada en hechos reales: Space Oddity, de David Bowie. Después bajé al piso -3 mucho más motivado. Astrocitoma anaplásico, te vas a cagar.
Llegué puntual a la sala de espera, antesala de la radiactividad. Pero las hostilidades tenían retraso porque en la radioterapia y en la sanidad en general, pública o privada, los tiempos siempre son aproximados. Me acuerdo mucho estos días de Gila llamando por teléfono con su camisa roja al enemigo para preguntarle a qué hora piensa atacar. Opté por no intercambiar impresiones con ninguno de los otros pacientes que, muy pacientes, esperaban a ser radiados en las freidoras del Servizo Galego de Saúde. A cambio, me entretuve pensando en la larguísima conversación de la mañana con Yanqui, que estoy seguro de que es el principio de una gran amistad. Y en el abrazo y los besos que me plantó junto al Auditorio de Galicia una conocida política gallega con la que tuve mis diferencias judiciales en el pasado. Su gesto me pareció tan sincero que, por mi parte, ya estás amnistiada. Tabla rasa.
Por fin, desde la megafonía me llamaron a filas. Cuando a mis alumnos de Periodismo les digo que acentuar las mayúsculas es obligatorio, lo hago porque, además de que así lo ordena la Real Academia Española, se evita, por ejemplo, que te cambien el apellido: “¡Ignacio Miras!”. “¡No! ¡Es Mirás, con acento en la á!”, repliqué ya en el mostrador de control. Mi padre siempre usa una regla nemotécnica para que no le jodan la estirpe: “¡Pepe Mirás, por delante y por detrás!”. Yo lo hago también con mis hijos.
Me acompañaron hasta el acelerador lineal y, sin preliminares, me ordenaron tumbarme en la camilla de la freidora radiactiva Siemens Primus que, con la pasta que vale, ya podía tener un acolchado viscolástico. Enseguida te acostumbras. Ser un churro tiene sus inconvenientes. A cuatro manos, me encajaron en la cabeza la máscara hecha a medida la semana pasada y me inmovilizaron: “Si algo no va bien, levanta una mano, te vemos desde la cámara”, me advirtieron. Y empezó la sesión.
A oscuras, los servomotores de la Primus empezaron a moverse y se puso en marcha una coreografía de ráfagas y sonidos. Identifiqué al momento la secuencia musical sobre la que se articula todo: Do-Do (alto)-Do-Sooool. Aunque con otras notas, me recordó a la banda sonora de Encuentros en la Tercera Fase. Va a resultar que los ingenieros alemanes de Siemens son unos cachondos.
Fueron apenas diez minutos, suficientes para memorizar la música radiactiva con la que tratarán de amansar a mi fiera, a mi astrocitoma anaplásico latente en grado III. Cuando se acabó la sesión y me quitaron la máscara, lo primero que vi fueron unos ojos tan impresionantes que pensé que me seguían radiando. No, no estoy metiendo fichas, simplemente es un cumplido; sé que estas memorias sanitarias se leen en el servicio de Radioterapia y no tengo el horno para bollos. Salí de una pieza y me despidieron con una sonrisa y un “hasta mañana”.
Por hoy lo dejo aquí, cuando son las 22.20 y, superada la física de la mañana, empieza la química de la noche. Ya me he metido el Ondansetrón de 4 miligramos que, en teoría, debería evitar las náuseas que me provocarán los 150 de Temozolomida. Esto de la quimio es la hostia: te dan unos medicamentos que contrarrestan las consecuencias de otros. El Ondansetrón evita el vómito pero, a cambio, te estriñe. ¡No quiero ni pensar que, para cagar ligero, tenga que recurrir entonces al supositorio de glicerina! Seguro que la glicerina también tiene efectos secundarios que se corrigen con otro fármaco más. Y, así, hasta el infinito y más allá. Confío en levantarme con la fuerza suficiente para vestir a mis hijos, darles el desayuno y llevarlos al colegio. Y para ir caminando a la segunda sesión de radiación en la freidora alemana. Ya os contaré. Mañana más.