Vela sin cera - José Luis Alvite
De una carta que mi amiga S. jamás llegó a enviarme: «No me sentó muy bien lo que me dijiste aquella noche en mi casa y sin embargo con el paso del tiempo me he dado cuenta de que no te faltaba razón. ¿Recuerdas? Yo prendí una vela en la habitación y tú echaste a girar en el tocadiscos una canción de Sinatra. Te pregunté cuánto tiempo te quedarías a mi lado. No me fiaba mucho de mi memoria, así que lo anoté en un kleenex tan pronto saliste por la puerta: “No sé lo que esta escena puede dar de sí, pero supongo que para lo que dure esto ni encontraré una canción tan larga ni habrá una vela tan corta”. ¿Cómo pude pensar que aquello era sólo una frase? Sabía por referencias que te habías largado de otras historias dejando unas cuantas canciones recién acabadas y algunas velas sin arder. Estaba advertida y aún ahora no entiendo cómo pude pensar que en mi caso sería distinto. Supongo que entraste en mi vida en un momento en el que tenía las defensas bajas. Estaba sola de madrugada en “El Corzo” y me enviaste por el barman un posavasos con lo primero que se te vino a la cabeza. Guardo aquella nota como quien conserva una amenaza que con el tiempo ha perdido su efecto. Suponía que intentarías abordarme, pero en aquel posavasos escribiste algo con lo que desde luego no contaba: “Puede que esta noche con el cansancio falle mi perspicacia, chica solitaria, pero juraría que a estas alturas de tu vida detestas la idea de dormir sin sueño y despertar peinada”. No contesté nada, ni recuerdo haberte dirigido siquiera la mirada buscando la verdad de tus ojos en el reflejo del espejo empañado detrás de la barra. Sin embargo, supe que habías dado en la diana y me sentí descubierta, como si de repente hubieses abierto los ojos entre las pertenencias de mi bolso, en el interior de mi pecho o entre mis piernas. Me ausenté al baño a releer aquella nota y al regresar a mi taburete me encontré sobre la barra otro posavasos doblado. Me pareció la confesión de un hombre desencantado deambulando casi en sueños por una letra particularmente cansada: “¿Sabes, chica solitaria?, llevo tres días levantado y me conformaría con un café y la posibilidad de volver luego a la calle saliendo sin orgullo de un portal decente. Sólo dejaré las huellas transparentes de alguien que nunca estuvo allí”. Era noviembre y la niebla estaba tan espesa que hasta parecía imposible que no estuviese en otra ciudad la acera de enfrente»... Por más que en nuestra vida hubo otras noches como aquélla, Alvite, sinceramente nunca supe muy bien qué clase de hombre eras, si el tipo áspero y evasivo al que por primera vez subí a mi casa pensando en divertirme, o el que algunas semanas más tarde se fue de mi vida cuando descubrí que era el hombre afectuoso y sentimental del que creía haberme enamorado. A veces pienso que eras ambos hombres a la vez y que el uno era incomprensible sin la existencia del otro, como ocurría cuando en cualquiera de tus pensamientos de madrugada coincidían sin contradicción en la misma frase el catre aún caliente de la puta y el lejano pupitre de tu escuela. Tenías la vida interior y las experiencias de un tipo angustiado, a veces casi la latente agresividad de un criminal y, al mismo tiempo, los ademanes reposados de un hombre tranquilo. Te gustaba sentirte como alguien que en su viaje por la vida va en un tren que se mueve rápido por los raíles mientras él lee un libro sentado tranquilamente en el vagón. Era frecuente que parecieses triste y sin embargo jamás demostrabas rendición o cansancio, a pesar de que la gente que te conocía solía decir que eras el único tipo de la ciudad al que jamás habían visto recién levantado. Personalmente no me importa admitir que hasta conocerte jamás habría creído que hubiese un hombre que pestañease menos de lo que se supone que podría pestañear el día de mañana su cadáver. Conocí casi en las mismas dosis la tenacidad de tu afecto y la literaria agresividad de tus frases y debo reconocer que tenían razón cuantas amigas comunes se encariñaron con tu pasajera furia de seda. Tampoco ellas supieron jamás qué clase de hombre eras. Como me ocurrió a mí aquella primera noche, sentían en su propia garganta la laringe de tu voz calmosa y profunda y al mismo tiempo tenían la extraña sensación de estar a un palmo de alguien que les hablase al oído por teléfono. ¿Sabes?, eras como una hoguera con el fuego estrangulado por sus propias llamas. Aquella primera noche te pregunté qué buscabas a deshora en una mujer como yo. Acababas de prender el enésimo cigarrillo mientras aún ardía en el cenicero la brasa de otro. ¿Recuerdas tu repuesta?: «Quise venir a tu casa porque me apetecía acostarme contigo, aunque sé que el día de mañana por tu bien diré que si te acompañé esta noche fue sólo porque era la única manera de borrar personalmente las huellas que probasen que alguna vez estuve aquí. A veces la vida es más interesante si con el tiempo aciertas a contarla mal». «Por más que me jurases lo contrario, Alvite, en realidad siempre supe que estabas de paso en mi vida y que ni tus cigarrillos se quedarían mucho tiempo en mi cenicero, ni tu ropa amanecería algún día en el tendal de la mía. Quería concienciarme de que eras algo pasajero y, sin embargo, cada vez que te veía me preguntaba quién sería la mujer que retocaba tus frases y desplanchaba tus camisas. Sabía que se te daba bien abandonar tus relaciones y que dejabas a tu paso una estela de amargura, pero me irritaba pensar que ni siquiera fuese yo la destinataria exclusiva de tanto dolor. Temía que lo nuestro desfalleciese en medio de una rutinaria indiferencia que lo redujese a una historia intrascendente y vulgar, sin los estragos personales que lo hiciesen algo verdaderamente inolvidable. Ya que no podía mantener tu amor, deseaba al menos no ser ajena a tu desprecio. Sabía que así como ponías todo tu entusiasmo y tus instintos en conseguir el amor de una mujer, tus mejores frases eran la brillante consecuencia natural de perderlo. Y a mí, sinceramente, me preocupaba esfumarme de tus brazos sin haberme hecho antes un hueco en tus frases. ¿Tan poco me querías que ni merecería siquiera el literario azote de tu agradable rencor? Tú mismo me habías dicho en varias ocasiones que es el rencor lo que hace perdurables los recuerdos y que por sí misma la memoria sólo sirve para evocar lo intrascendente, lo banal, lo que aguanta el paso del tiempo sin necesidad de ser importante “como perduran las cicatrices de aquellas heridas de las que ya ni se recuerda el dolor”. ¿Cuál sería el día de mañana mi lugar en la memoria de un tipo que vivía sin fotos, sin reloj y sin agenda? ¿Desaparecía de tu vida mi rastro tan pronto se esfumasen las manchas de lo nuestro con la última colada? Por más veces que lo intenté, jamás supe contestarme esas preguntas. Ni sé cuales fueron las razones por las que entraste inesperadamente en mi vida, ni acertaría a identificar los motivos por los que sin previo aviso te largaste de ella dejando como recuerdo la estela de alguien que habiendo entrado a robar se marchó luego de haber renunciado al botín y después de haber vaciado su alma y sus bolsillos. Ahora recuerdo con nostalgia y con afecto el amor que me diste y también el dolor que me causaste. Desde entonces dejo cada noche la llave en el felpudo por si acuerdas volver, aunque sólo sea para despedirte dejando en mi espalda mientras duermo una de esas frases hermosas, amargas y expresivas que parecen escritas a la luz de una vela sin cera».