Musas de retrete - José Luis Alvite
Es frecuente que muchas mujeres guapas aborrezcan su belleza porque dicen que las aleja del trato natural con los hombres. Aunque esté mal decirlo, a mí las mujeres guapas me atraen más que las mujeres feas, del mismo modo que las nécoras me gustan más que los saltamontes. Algunos consideran que en el trato con las personas del otro sexo la belleza ha de ser estimada muy por debajo de la capacidad intelectual o de otros rasgos de la personalidad. Eso queda muy bien decirlo, pero además de infrecuente, es absurdo. Si me hubiese dejado llevar por ese criterio, en vez de haberme casado dos veces con mujeres vistosas, por intentar otra vía más conceptual le habría tirado los tejos a José Luis Aranguren. ¿Qué habría de hacer mi amiga María Luisa Doblado para que los hombres le dirijan la palabra sin miedo? ¿Hacerse en el rostro una cicatriz con el abrelatas? ¿Servirse en la cara el café hirviendo? ¿Llevar la devastadora vida de un bohemio hasta que la mala ginebra y el rencor social minen sin remedio la reluciente mica de su belleza? Yo mismo me resistí durante mucho tiempo a hablar con ella porque temía que su belleza fuese el falso techo de una personalidad soberbia, vanidosa y distante. Los hombres siempre hemos recurrido a la fantasía del recelo de clase para defendernos de nuestra enfermiza cobardía. Muchas veces miré sus fotos y pensé abordarla. Luego reflexionaba sobre la hipotética frialdad social de su belleza y acordaba desistir. No creía que una mujer tan hermosa tuviese siquiera las mismas vísceras que yo, ni necesitaría la mitad del esfuerzo para llegar el doble de lejos. Me fijé en su perfecta sonrisa de prospecto dental y me dije a mí mismo que cualquier tentativa de abordarla estaría condenada al fracaso, porque a una mujer como ella sólo tendría acceso un club de privilegiados que le hiciesen generosos cumplidos de golfista mientras embocasen al pie de la banderola en el «green» del hoyo catorce. Estaba seguro de que María Luisa Doblado no necesitaría hacer esfuerzos para salir adelante. Y que si los hiciese y fuesen realmente duros, en vez de sudar ella, sudaría por delegación un primo segundo suyo. Pero ayer por fin hablé con ella y descubrí que detrás de tanto glamour había sensibilidad, inteligencia, incluso esa rara habilidad coloquial que tienen las mujeres hermosas para negar con sorprendente sinceridad la evidencia de su belleza. Yo le dije que los escritores suelen tener una musa que los inspira pero que las musas de ahora son azafatas en las líneas Low Cost. Ella no se me ofreció para el empleo, pero si lo hiciese, te juro que enviaría al paro a mi vieja musa de toda la vida, esa señorona obstétrica y leñosa que mea a mi lado de pie en el retrete de caballeros.