Mamie Van Doren - José Luis Alvite
De muchacho me dejaba llevar por los impulsos, y aun así, que yo recuerde, mi impulso más determinante era siempre un impulso lírico y contemplativo, es decir, el impulso de no hacer lo que tendría que haber hecho. Supuse entonces que con el paso del tiempo recuperaría el retraso y haría todo aquello que para entonces aún tendría pendiente de hacer. Me equivoqué.
No perdí mis impulsos y todavía muy a menudo me dejo arrastrar por las corazonadas más que por las razones, pero cuando me pongo reflexivo pensando en la conveniencia de tomar decisiones inteligentes, lo único que consigo es pensar bien los planes que al final dejo de nuevo sin hacer. Sigo siendo cobarde para las cosas que me acobardaron en la adolescencia, sólo que ahora soy un cobarde más reflexivo, es decir, un estoico cobarde sin excusas.
Sólo me queda ante mí mismo la coartada de entender que mi cobardía de ahora ya no es el resultado de un atolondramiento, sino una conquista intelectual, del mismo modo que ciertos nacionalistas consideran un hallazgo ideológico lo que en realidad por lo general no es otra cosa que una patología mental. Yo reconozco haber tenido inclinaciones nacionalistas en una época de mi vida en la que me sentí descontento con el hedonismo de la adolescencia y pensé que un hombre no podría redimirse de su indigencia conceptual si se resignaba a creer que su techo ideológico era la masturbación. Un día al salir de la ducha rompí la foto de Mamie Van Doren y decidí invertir mis energías en la adopción del nacionalismo radical como método de redención vital. Fue uno de mis impulsos menos líricos y mi apuesta adolescente más arriesgada.
Con el transcurso del tiempo comprendí mi error y me pregunté sin éxito adónde diablos habría ido a parar aquella bendita foto de Mamie Van Doren con la que tan a gusto había cultivado mi indigencia ideológica.
Había llegado a la conclusión de que el nacionalismo no sólo no había llenado de sentido mis expectativas intelectuales, sino que había vaciado de contenido mis manos. Ahora soy mayor y, por suerte, lo bastante inmaduro para creer que los pensamientos que calientan la cabeza y envenenan la mente de un hombre, no son en absoluto más recomendables que aquellos otros que simplemente le vician la mano y le joden la letra.
No perdí mis impulsos y todavía muy a menudo me dejo arrastrar por las corazonadas más que por las razones, pero cuando me pongo reflexivo pensando en la conveniencia de tomar decisiones inteligentes, lo único que consigo es pensar bien los planes que al final dejo de nuevo sin hacer. Sigo siendo cobarde para las cosas que me acobardaron en la adolescencia, sólo que ahora soy un cobarde más reflexivo, es decir, un estoico cobarde sin excusas.
Sólo me queda ante mí mismo la coartada de entender que mi cobardía de ahora ya no es el resultado de un atolondramiento, sino una conquista intelectual, del mismo modo que ciertos nacionalistas consideran un hallazgo ideológico lo que en realidad por lo general no es otra cosa que una patología mental. Yo reconozco haber tenido inclinaciones nacionalistas en una época de mi vida en la que me sentí descontento con el hedonismo de la adolescencia y pensé que un hombre no podría redimirse de su indigencia conceptual si se resignaba a creer que su techo ideológico era la masturbación. Un día al salir de la ducha rompí la foto de Mamie Van Doren y decidí invertir mis energías en la adopción del nacionalismo radical como método de redención vital. Fue uno de mis impulsos menos líricos y mi apuesta adolescente más arriesgada.
Con el transcurso del tiempo comprendí mi error y me pregunté sin éxito adónde diablos habría ido a parar aquella bendita foto de Mamie Van Doren con la que tan a gusto había cultivado mi indigencia ideológica.
Había llegado a la conclusión de que el nacionalismo no sólo no había llenado de sentido mis expectativas intelectuales, sino que había vaciado de contenido mis manos. Ahora soy mayor y, por suerte, lo bastante inmaduro para creer que los pensamientos que calientan la cabeza y envenenan la mente de un hombre, no son en absoluto más recomendables que aquellos otros que simplemente le vician la mano y le joden la letra.