Mar sin párpados - José Luis Alvite
Ya sé que pensar de buena fe y hacer cosas decentes puede echar a perder mi mala reputación, pero a veces me emociono con algo por lo que jamás tendré remordimientos de conciencia. Ayer mismo me senté a media mañana en la terraza de un bar asomada al arenal costero en A Lanzada y me reencontré con la fuerza sentimental de lo sencillo mientras el mar descargaba el telar gris de su lento oleaje casi de mercería y un solitario bañista cincuentón tanteaba el agua helada antes de zambullirse en ella y salir huyendo, porque el Atlántico es allí tan frío, que yo recuerdo que cuando era niño un marinero me dijo que si arrojasen al mar un cadáver de pocos días, con seguridad saldría del agua por su propio pie. Un amigo mío que se las daba de buen nadador y de consumado y esforzado fondista, me comentó hace años que en las aguas casi heladas de A Lanzada no habría un solo esfuerzo por el que un hombre pudiese sudar. Yo no sé si aquel tipo exageraba, pero yo creo que en ese lugar en el que ya es casi mar abierto, los peces evolucionaron hasta quedarse sin párpados por culpa de que con la baja temperatura del agua les era imposible dormir. A lo mejor esa del frío era también la razón por la que en mi infancia cada vez que tía Pepita se sentaba en la paya a ganchillar un mantel de hilo, al final le salía sin remedio un jersey de lana. Recuerdo haber visto en Illa de Arousa una playa en la que al llegar noviembre se reunían sobre la sémola de la bajamar la hojarasca y el musgo, un arenal verde y pelirrojo en el que se daban juntas las almejas y el brezo, el trébol y las cerezas. Pensé entonces que el abandono produce a veces una inesperada y desidiosa belleza que se malogra si se pretende ajardinarla, igual que se malogra a menudo el talento del artista si se pretende convertirlo en algo menos emotivo y más funcional. En estas cosas pensé ayer mientras tomaba café con hielo en una terraza asomada al arenal de A Lanzada. Frente al incontestable espectáculo del Atlántico entumecido por el agua casi helada, no me sentí en absoluto en el deber de ser trascendental. A veces mi cerebro le deja ese privilegio a mi vientre. La verdad es que en cualquier posición emocionante en la que me haya encontrado a lo largo de mi vida, a menudo sólo me interesó saber dónde diablos estaría el retrete.