Agua al fuego - José Luis Alvite
Un amigo mío que acababa de romper con su mujer y llevaba dos semanas alojado en una fonda me dijo que las desavenencias venían de antiguo pero se habían agravado en el momento de mayor desahogo económico de la pareja. Después de escucharle un buen rato, estuve de acuerdo con él en que a veces lo que nos separa de nuestras parejas no es la escasez de dinero, la incertidumbre laboral o el desacuerdo en la educación de los hijos, sino, lisa y llanamente, porque hay demasiados muebles y es difícil llegar hasta el otro sin tropezar por el camino. Cuando me casé por primera vez, al instalarme en aquel frío piso de alquiler comprendí que era inmensamente feliz a pesar de que el mueble más valioso resultaba ser la puerta de la calle. Ni mi mujer ni yo sabíamos mucho de cocina. En cambio, ambos teníamos claro que para que una casa fuese un hogar lo primero sería que alguien arrimase las ventanas y encendiese el fuego. Yo me encargué de las ventanas y ella arrimó una cerilla al gas y arrastró sobre la llama una olla con agua. Después esperamos algunos minutos, empezó a salir el vapor, nos miramos a los ojos y sin decirnos nada supimos que aquello era un hogar y que nosotros éramos por fin una familia. Fue cuestión de días que con algo de dinero pudiésemos surtir medianamente la nevera con cualquier cosa que no se pudriese con el frío. No recuerdo haber sido muchas veces tan feliz como cuando conseguimos que hirviese en la olla una comida que no sabíamos si sería sabrosa, pero que al menos sin duda era amarilla. Mi mujer tenía un humilde sueldo de oficinista y a mí el periodismo me costaba dinero, así que nos sentíamos tan unidos como dos fugitivos que hubiesen buscado calor y cobijo a espaldas de la Ley en un figón de la beneficencia. Ahora que lo pienso creo que las nuestras eran las basuras más escasas y más pobres de la calle en la que vivíamos, pero, ¡que demonios!, al menos estábamos seguros de que acudirían a ella los perros más ilustrados, aquellos canes líricos e hipermétropes que husmeaban los folios manuscritos en los que a veces envolvía las helicoidales pelas de las patatas. Ahora recuerdo aquello y comprendo que a mi amigo y a su mujer se les hubiesen atragantado de aquella manera la dichosa prosperidad y tantos muebles. Será por eso que a veces desisto de cobrar las cosas que escribo. Nunca anduve sobrado de dinero, pero, ¿sabes?, cada vez que entra un mueble en casa, echo mano instintivamente del listín con los teléfonos de los hoteles...