Cuestión de afeitado - José Luis Alvite
Yo no sé muy bien cuáles eran las expectativas de los monárquicos ortodoxos cuando el Príncipe Don Felipe se casó con la periodista Letizia Ortiz, pero desde mi punto de vista, la boda habría sido un acierto aunque sólo fuese por la decisiva influencia de la locutora en la mayor popularización de la Familia Real. Letizia está llamada a ser una efigie en los sellos, pero a la gente de la calle le gusta también porque podía haber sido el rostro de un perfume o la chica hermosa y dentífrica que envejece con dignidad y empaque mientras se deja macerar lentamente por la luz gomosa del telediario. Como a cualquier vieja institución europea, a la monarquía española le sobraba madera y le faltaba elasticidad. Aun ahora cada vez que me fijo en Su Majestad la Reina, recuerdo que la primera vez que la vi frente a mí, en julio del 76, no me pregunté quién sería el estilista que la peinaba, sino dónde diablos tendría su taller el tipo abnegado y minucioso que le repasaba el pelo con su gubia de ebanista. A mí Doña Sofía siempre me ha parecido una mujer austera, inteligente, culta y encantadora, pero pensaba que si al pueblo llano le resultaba algo distante, no era por su retraimiento natural, por su inteligente discreción o por su actitud sobria y reservada, sino, lisa y llanamente, porque aquella sonrisa suya tan comedida parecía un nudo en la madera de un laúd. Ahora el semblante de Doña Sofía resulta menos agridulce y más confiado, yo creo que porque Doña Letizia ha entrado en la Familia Real arrastrando en su rebufo el aire desenvuelto de una mujer dispuesta a que del Príncipe no sólo se sepa lo que piensa, sino que se entienda incluso lo que dice. Desde hace una temporada, Don Felipe lee sus discursos con aplomo, con entonación, levantando la cabeza con naturalidad, mirando a su auditorio con seguridad, como si supiese que, por fin, los españoles se dan cuenta de que se ha casado con una mujer que no ha llegado a La Zarzuela desde la carpintería endogámica y mortuoria de El Escorial, sino desde la luz popular y cenital de los probadores de Zara. Si todo sale como se piensa, no tardaremos en tener en La Zarzuela una reina moderna y atractiva, distinta de aquellas otras reinas entumecidas y leñosas que en las monedas se distinguían de sus augustos maridos porque, mirados de cerca, sus rostros eran maneras distintas de apurar el afeitado.