El ascensor - José Luis Alvite
Cada vez que entro en un portal me aseguro de que no habrá nadie a punto de utilizar el ascensor, no porque no me agrade compartirlo, sino porque detesto las conversaciones forzadas que suelen darse en las inevitables restricciones de sitios tan pequeños. La meteorología y la salud son temas muy socorridos en esas conversaciones un poco automáticas en las que uno se ve obligado a participar sin el menor interés. La gente mira hacia el techo del ascensor como si se tratase de un fondo de nubes del que derivar la conversación sobre la lluvia inminente o el sofocante calor que hace insoportable la humedad del ambiente. La situación es más incómoda si quien se sube al ascensor es la señora madura y atractiva que no sabes muy bien si desea que la observes con admiración o te vuelvas de espalda para hacerle más cómodo el viaje. A veces suena en el ascensor una de esas agradables melodías de Henry Mancini que sirven de envoltorio para cualquier conversación y te sientes en la tentación de decir algo, lo que sea, una pirotécnica frase vacía, un comentario genérico sobre la soledad o la rutina, cualquier cosa que supones que va a despertar hacia ti la simpatía de la señora madura y atractiva que en realidad no sabes si espera que te fijes en ella o te pondrá una denuncia en el caso de rozarle el pelo con el aliento. A mí la elegante música de Mancini siempre me ha servido para hacer frases, pero eso no suele funcionarme en los ascensores, probablemente porque a las señoras de los ascensores la estrechez del elevador les produce una desconfianza insuperable y creen que aunque yo fuese un canónigo, sería capaz de descuartizarlas y huir luego con sus restos metidos en su bolso de mano. El miedo es, a menudo, un elemento desencadenante del erotismo, aunque se trate de un erotismo asustadizo, incluso criminal, que la señora madura y atractiva no sabe si se resolverá en un beso o en un hachazo. Suena «Snowfall» de Mancini e imagina uno que a su acompañante del ascensor no le desagradaría una de esas frases que parecen pensadas para ser pronunciadas en el vestíbulo de un hotel de Nairobi con un martini apoyado en la cola del piano. A mí me ocurre con frecuencia, pero me contengo. Se me mete en la cabeza que la atractiva mujer madura lo que desea es que me fije en ella sin que se me note que la observo. Y a mí eso me parece muy complicado, tanto como lo sería disparar un obús sin que retumbe el suelo. Por eso cada vez que me tienta confesarle mis emociones a la madurita con la que comparto el ascensor, mi cabeza piensa en sus piernas, en sus clavículas, en sus axilas, pero por la boca sólo me salen el clima, la salud y el precio del pollo.