La bicicleta del cartero - José Luis Alvite
En una época en la que la religión tenía sobre nuestras conciencias más peso que el dinero y que el tai chi , cualquier alteración del curso ordinario de la vida podía suponer el quebranto de un mandato moral. Aunque mi madre tenía la mano ligera para corregir la insurgencia de sus hijos, lo cierto es que lo verdaderamente temible en cualquier infracción era la reprobación del sacerdote y el consiguiente castigo penitencial. Soñar con una mujer era un asunto escabroso, sobre todo si a mitad del sueño te asaltaba la tentación de imaginarla desnuda. Pero digo imaginarla, sólo imaginarla, porque la única piel abundante a la intemperie en cualquier mujer de mi infancia eran la piel del devocionario y la de su bolso de mano. Tardé mucho en ver a una mujer desnuda, así que antes de que eso ocurriera, imaginar la desnudez femenina era tan aventurado como suponer lo que ocurría al otro lado de la puerta del burdel. Sufrí mucho con las restricciones morales de la adolescencia, aunque he de reconocer que mi imaginación erótica no ha vuelto a ser jamás tan fértil como lo fue entonces. Ahora sé que aquellas mujeres resultaban más tentadoras que éstas, seguramente porque más que en suprimir ropa, el erotismo consiste en ese sutil puntito de abrigo en el que una mujer no sabría decir si tiene calor o está acalorada, si lo que corre por su espalda como una hidra de mercurio es la tentación de seguir adelante y pecar, o es que es en el tacto vertebral de su espalda donde las mujeres presienten que se resuelve la lazada de cretona que acaricia en sus ovarios el tictac untuoso de la lujuria. Tía Pepita, que era comadrona en Cambados, nunca me explicó la relojería de la feminidad, no porque lo considerase escandaloso, sino, pienso yo, porque incluso para ella la obstetricia era un misterio comparable al del revelado de los retratistas del parque que hurgaban con sus manos a través de un fuelle en el interior casi puerperal de sus aparatosas cajas fotográficas. Tía Pepita se había formado en un curso de urgencia durante la guerra civil y sabía de obstetricia y ginecología tanto como de pesca con mosca. Hay cosas que se averiguan sin hacer siquiera indagaciones. Y yo lo de tía Pepita lo sé porque al margen de que mi memoria la haya deformado el tiempo, tengo de su trabajo el recuerdo de aquella tarde de aldea en la que después de haber atendido un parto de gemelos, tía Pepita se quedó mirando hacia lo alto de la casa con un gesto atónito, como si se estuviese preguntando por dónde diablos habría traspasado el tejado la cigüeña. Ella jamás me habló del erotismo. Sin embargo, yo creo que a tía Pepita, como a tantas mujeres de entonces, le resultaba erótico sentarse en el sillín aún caliente de la bicicleta del cartero.