Fruta con percebes - José Luis Alvite
Con motivo del fracaso de mi primer matrimonio, mi madre aceptó que me instalase en su casa luego de que le prometiese desistir de mi vida nocturna. Dormía ocho horas seguidas, hacía tres comidas al día y podía peinarme mirándome en el brillo de mis zapatos. Ya ni recordaba la última vez que había comido un medallón de ternera que no pareciese guisado en la nevera. Lo cierto es que no había en toda la ciudad una sola calle que no me devolviese a tiempo a casa, ni una sola mujer que me desviase de aquel balneario régimen moral. Por primera vez en muchos años me reencontré con el aroma de las flores y con el olor de la fruta. También mi alma se fue limpiando a medida que se calmaban mis nervios y se aclaraba mi orina. ¿Sabes?, me sentía tan bien, y estaba tan orgulloso de mi nueva vida, que una mañana pensé que en aquella etapa de saludable y gozosa regeneración moral, incluso una pizca más de felicidad podría alborotar mi metabolismo y subirme el azúcar. ¿Sería posible que en aquel orden tan decente y profiláctico, casi cenobial, estuviese el origen de la diabetes? ¿Y sería tanta paz, por otra parte, la causa de que el placer algo automático de la rutina se acumulase al final como grasa en las caderas de las mujeres? Al principio sentí cierto placer al saberme de nuevo comprometido con una sociedad en la que la conciencia estaba regida por normas que a simple vista parecían razonables, aunque no tardé en preguntarme qué ocurriría en el caso de que la gente tuviese que tomar sus propias decisiones si por culpa de una tormenta quedasen fuera de servicio los semáforos. Era evidente que en la vida diurna los instintos habían sido sustituidos por las normas, de modo que no era su conciencia, sino la policía municipal, quien les reprochaba sus errores a los ciudadanos. Una tarde me asomé a la ventana de casa y me quedé un rato mirando a la gente ir de un lado para otro sin saltarse la relojería de sus compromisos, obediente como un tren que en su marcha se atiene sin remedio a los raíles. Me pregunté si aquél era realmente mi destino y si el día no sería en realidad el aburrido trámite que hace más farragosa la existencia y sólo tiene la ventaja de que precede sin remedio a la noche. ¿No eran acaso los túneles lo más excitante del viaje cada vez que de niño iba en tren hasta el Mar de Arousa? Después anocheció y la calle se quedó desierta. Y pensé que la de la santidad era una actitud trivial y aburrida, algo que te ocurre sólo en el caso de que seas incapaz de ser uno de esos hombres que vuelven de madrugada a casa con el culposo sigilo de alguien que entrase a robar. Destruido mi primer matrimonio, el regreso circunstancial a casa de mis padres fue un intento de regenerarme que yo sabía que estaba condenado al fracaso. Llevaba demasiado tiempo trasnochando y sería difícil que me adaptase a las restricciones de una vida doméstica y organizada en la que sólo corría el riesgo de quemarme los labios con la leche del desayuno. Trabajar, comer y dormir sólo era un buen plan para alguien que pensase en la posibilidad de ser canonizado. Una noche volví tarde a casa y al día siguiente la demora fue aun mayor, hasta que llegó el momento en el que para el desayuno del jueves me presenté en la mesa la mañana del domingo. Para tranquilizar a mi madre probé a acariciarle la cara. Entonces ella olió mis manos, las rechazó y me preguntó con sorna si aquel olor en mis dedos era porque me hubiese pasado tres noches comiendo percebes. Luego se ausentó y regresó al cabo de unos minutos con una maleta en la mano. «Será mejor que te marches antes de que tu padre salga del baño creyendo llegar a tiempo de que te hayas ido. El prefiere no verte por temor a arrepentirse y yo he pensado que lo mejor es que lleves tu vida y que sólo sepamos de ti por tu firma en el periódico. Ya no me hago ilusiones contigo. Sé que me olvidarás tan pronto hayas arrugado las camisas que llevas recién planchadas. Sabía que te costaba adaptarte a la decencia, pero nunca pensé que hubiese alguien tan reacio a la felicidad». Iba a despedirme con un abrazo pero ella se volvió de espaldas. «Cuando salgas, por favor, no hagas ruido al cerrar la puerta; no quiero tener la absoluta certeza de que realmente te has ido». Aquella escena tan amarga no dio para más, pero cada vez que pienso en ella por alguna razón creo que mi madre se quedó con las ganas de un añadido que hiciese aun más evidente la firmeza de su dolorosa decisión: «Y si algún día me llamas por teléfono, que sea sólo para recordarme que te olvide». Ocurrió aquello una agradable mañana de verano, pero yo encendí la calefacción del coche y aun así recuerdo que al cabo de un rato me cogió el frío. Al poco tiempo murió mi padre, y aunque estuve en su entierro, a veces pienso que sigue en el baño porque con el ruido cómplice del agua es difícil saber si alguien ha cerrado la puerta para no volver.