Autorretrato - José Luis Alvite
He tenido siempre una vida interior agitada, a veces incluso angustiosa, y sin embargo me considero un hombre tranquilo. Como jamás me marqué objetivos, considero mi meta cualquier lugar al que haya llegado. Por culpa de esa actitud he acudido tarde a muchas citas y me consta haber perdido por ese motivo unas cuantas oportunidades que no se me volvieron a presentar. No importa. Siempre pensé que escalar sin compañía tiene la ventaja de saber que no arrastrarás a nadie en tu caída. Por otra parte, superé los remordimientos de mi impuntualidad gracias a haberme convencido de que quien no tiene la paciencia de esperar por ti probablemente tampoco se merece la suerte de que llegues. Las mujeres que me amaron saben que nunca se me dio bien demostrar los sentimientos y que si no las abrazaba mucho era por la misma razón por la que en mis lejanos días de incipiente boxeador se me había dado tan mal sacar los brazos. Reconozco haber tenido algunos éxitos en la vida, no muchos, pero eso supongo yo que se debe a simples descuidos o a lo mucho que a algunos hombres nos cunden los fracasos. Debo reconocer que en términos generales no soy un tipo con mucha suerte y eso explica que si a veces compro lotería es para permitirme el gesto inútil de la esperanza, igual que cuando me siento al lado del teléfono a esperar esa llamada de Meg Ryan que nunca llega. Estoy hecho para perder y repetir derrota no es para mí en absoluto peor que repetir camisa. Mis alternativas vitales han sido en el fondo tan homogéneas que es como si hubiese planificado mi vida con la agenda de un muerto. La verdad es que sólo tengo cierta fe en el escepticismo. Hasta los cuarenta años sólo una vez me tocó un premio en un sorteo y desistí de cobrarlo porque su importe no alcanzaba a cubrir lo que tendría que pagar en el autobús que me llevase a recogerlo. Tampoco eso importa mucho. Puedo sobrevivir con poca cosa. Todavía ahora creo, como cuando era sólo un muchacho, que en ocasiones para ser un hombre de mundo es suficiente con haber estado alguna vez de madrugada al otro lado de la calle, sobre todo si al otro lado de la calle funciona a deshora uno de esos locales nocturnos en los que sólo te buscaría la gente que por algún motivo temiese encontrarte.