La cultura y las heces - Jose Luis Alvite
Hay muchas maneras de analizar la vida de un hombre y de sacar conclusiones al respecto. Es frecuente que se nos examine en función de los logros conseguidos y de los títulos académicos que hayamos acreditado. Tampoco es infrecuente que se nos considere por la amplitud de nuestras relaciones sociales, por la solvencia económica o, simplemente, por lo bien que nos sienten los pantalones blancos y la raqueta de tenis. En esos y en otros muchos detalles ostensibles se fijan los biógrafos para describir a sus personajes. Raras veces reparan en sus aspectos más simples o rutinarios, probablemente porque no consideran que la verdadera valía de un hombre pueda medirse tomando como referencia los detalles más vulgares de su vida. ¿Olvidan tal vez los biógrafos que en el carácter de cualquier personaje a menudo la influencia de su dieta es más determinante que la de sus lecturas? ¿Consideran acaso que las frases de los escritores no guardan relación alguna con su aparato digestivo y son únicamente una destilación objetiva y automática de sus conocimientos culturales? A un tipo que me aseguró que en mi manera de escribir era obvia la influencia de Raymond Chandler, le rebatí su comentario advirtiéndole que jamás había leído al autor de “El sueño eterno” y aproveché para asegurarle que mi manera de escribir no se debía a una determinada selección de lecturas, sino a mi acreditada fidelidad a cierta marca de ginebra. Quise decirle con esto que no ocurre en mi vida nada que no puede ser detectado en mis heces. En un almuerzo con mi editor de siempre, le dije a mi querido Alejandro Diéguez algo que a él no le pilla por sorpresa porque probablemente sabe de mi personalidad cosas que incluso yo ignoro: “No dudo que todos los escritores sean deudores de alguna influencia literaria, pero puedo asegurarte que en mi caso esa influencia sólo la han tenido los libros que jamás leí y aquellos cuyo contenido fui capaz de olvidar”. ¿Se puede escribir sin influencias literarias? La pregunta en apariencia se las trae, pero se puede contestar con otra pregunta esclarecedora: “¿No aprenden acaso los perros a ladrar aunque se críen entre pájaros?”. A mi francamente me trae sin cuidado el empeño de algunos teóricos de la crítica en creer que mi estilo es deudor de este o de aquel afamado escritor. Es más, les recomendaría que en vez de indagar mis influencias literarias se limitasen a preguntarse por mis costumbres y por mis vicios, por lo que como y por lo que cago, en la seguridad de que las verdaderas influencias no hay que rastrearlas en las bibliotecas, sino en los retretes. Bien sabe mi editor que no hay en mis textos una sola línea en cuya expresividad la cultura sea más determinante que la ginebra del gin tonic. No puedo presumir de una sólida formación intelectual. Mi vida ha sido una sucesión de episodios callejeros en los que han influido sobre todo el ansioso instinto de vivir y la incontenible tentación de contarlo. Pensando en que su influencia pueda ser contraproducente, a veces abrir un libro sirve de poco si no sabes elegir el momento en el que cerrarlo. De estas cosas sabía mucho Tino Landeira, mi barman de “El Corzo”, ese sagrado lugar de copas en cuyo retrete estoy seguro de haber dado como escritor lo mejor de mí. A veces tardaba en volver del baño y entonces mi querido barman comprendía que aquella tardanza se debía probablemente a que estaba fumando mientras intentaba expulsar sin anestesia el apestoso volumen con mis obras completas.