Furia y ortografía - José Luis Alvite
Ya sé que no está bien visto ser violento, pero personalmente considero que hay momentos de la vida en los que la furia es casi un elemento dialéctico, una manera de expresarse, un recurso oratorio. En esto estaba de acuerdo el fulano que una madrugada me arreó una soberana paliza en un local de alterne. Al final de los terribles golpes que dieron conmigo en el suelo y ensangrentaron mi rostro, aquel tipo me tendió la mano para que me levantase, me ofreció un paño para que apartase al menos la sangre de los ojos y me dijo que estaba muy sentido y que su reacción era debida a que no había encontrado en su vocabulario las palabras exactas con las que maldecirme por el reportaje con el que le había señalado públicamente dos días antes en el periódico. "Lo siento –me dijo-- pero, ¿sabes?, cuando no encuentro palabras, la pegada es mi manera de expresarme". Como no estaba en condiciones de adoptar otra actitud, pensé que lo mejor era aceptar sus excusas y dar por saldada la cuenta que por lo visto tenía pendiente con él. Como los dos amigos que me acompañaban se esfumaron nada más empezar el jaleo, aquel tipo se ofreció para llevarme al hospital conduciendo mi propio coche. Agradecí su gesto, él se excusó por lo ocurrido y aun hubo tiempo para un par de copas de mutuo desagravio. Antes de salir a la calle para dirigirme en mi coche al hospital, acepté su mano con un apretón de la mía y le dije: "Por lo que veo, a mi me sobraron al escribir las palabras que te faltaron a ti al reaccionar. Después de lo de esta noche estamos en paz. Puedes considerarme tu amigo, sí, te lo prometo, pero te ruego que la próxima vez que te cabrees conmigo y decidas hacer lo mismo que esta noche, antes de sacudirme convence a tus puños de que hagan las frases más cortas". Después marché al hospital y esperé un rato a que me suturasen los desperfectos. Al salir a la calle estaba seguro de que aquel turbio asunto había sido un simple problema de lenguaje y pensé que a veces la violencia es el resultado natural cuando el pensamiento excede de la capacidad de la mente y corre furioso hacia los puños. Luego supe que aquel tipo duro estaba casado con una maestra de escuela y era un encantador padre de familia, un hombre intachable al que adoraban sus amigos. Pensé que un mal momento lo tiene cualquiera y que si yo no iba por ahí sacando de madrugada los puños era, simplemente, porque tenía vocabulario. Y supuse entonces, y aún creo ahora, que nadie es mejor que el otro y que es la diferencia en los recursos culturales y la escolaridad lo que determina que, aun habiendo crecido juntos, un hombre se convierta en violador y el otro se haga ginecólogo. Por eso cada vez que salgo de noche y me meto donde a veces ni siquiera entra tranquilo el miedo, al tipo que tengo cerca le miro instintivamente las manos, no porque me interese su manicura, sino porque nunca está de más saber como serán de largas y expresivas las frases que hagan sus golpes. Me lo dijo de madrugada el inolvidable Pepe Bahana en su garito de madera a las afueras de Compostela: "En sitios como este, amigo mío, un puñetazo habla más que mil palabras. Yo jamás quise matar a un hombre con mis manos, pero, ¿sabes que te digo, colega?, pues te digo que si eso ocurriera, te juro que sería porque en las frases de mis manos se me escapó una falta de ortografía".