Viento pagano - José Luis Alvite
Me gusta mucho hablar. Reconozco que me cuesta bastante entrar en conversación con desconocidos, pero roto el hielo de las presentaciones cojo confianza y a veces me disparo como si nos tratásemos de toda la vida. Hay conversadores muy amenos por la variedad temática que manejan, por la firmeza documental de sus ideas y sobre todo, por lo agradable que resulta su exposición. Huyo de la gente que me interrumpe y de aquella otra que acepta ciegamente mis argumentos. Tener razón es muy aburrido y acorta cualquier conversación, lo que explica que los matrimonios apacibles se sientan en el fondo tan amenazados. A mí me desagrada profundamente que alguien acepte mis ideas sin el menor interés en rebatirlas. Me siento como el cazador defraudado por haber encontrado a los conejos haciendo cola frente a los cañones de su escopeta. Uno de los veranos de nuestra adolescencia en Cambados, mi hermano mayor divisó un barco en el horizonte y a la vista de su difusa silueta aseguró conocer su puerto de procedencia, su pabellón y su carga. Yo sabía que aquello era imposible y que incluso Dios habría necesitado prismáticos para arriesgar una opinión, pero mi hermano defendía con tanta convicción sus ideas, que a mí me pareció contraproducente rebatirle su apuesta. Llegó a parecerme tan indiscutible su idea, que habría encontrado natural que ni siquiera pusiese demasiado entusiasmo en defenderla. Después de su afirmación tan rotunda, mi hermano cerró los ojos y aspiró profundamente el aire por las narices. Era la hora del ocaso y se hacía tarde para volver a casa, así que no hice preguntas. Mi hermano era un gran conversador y estoy seguro de que si me viese el menor interés, por el aroma del aire que acababa de aspirar me daría con todo detalle el menú que tenían para la cena los tripulantes de aquel barco que a mí sólo me parecía una mancha en las gafas. Aquel fue nuestro último veraneo adolescente. Mi hermano murió joven. A mala leche se lo llevó por delante un tumor cerebral. Casi ciego por los demoledores efectos de aquel tumor, una mañana de verano que lo visité en su casa me pidió que diese la luz porque era noche. Y yo le vi tan convencido, que entorné la ventana y encendí la luz. Desde hace casi treinta años yace enterrado en la ciudad en la que vivo. Su tumba da a una avenida del cementerio, como cuando en el cine pedía una butaca al lado del pasillo porque le gustaba ver los pies de las mujeres abriéndose paso como avena de charol en la luz cereal de la linterna del acomodador. Supongo que la tierra que tiene encima a él le parecerá que es la carga que transportaba aquel barco y que en realidad la muerte sólo es seguir rumbo con el timón a la vía, delfines en la roda y el viento pagano rezando en crujía.