Cadáver con canoa - José Luis Alvite
A veces en el transcurso de nuestros sueños nos damos cuenta de que estamos soñando y creemos que podremos influir en el curso de lo que nos va ocurriendo de manera imaginaria mientras dormimos. Y he tenido en varias ocasiones sueños concéntricos, de tal forma que en el transcurso de una pesadilla me removía en cama y cuando creía haber despertado, en realidad no había conseguido otra cosa que desprenderme de un sueño en el interior de otro que a mí me parecía la realidad. Era como salir de una caja y encontrarse en el interior de otra caja un poco más grande, igual que aferrarse al agua en un naufragio, o como correr perseguido por un tipo que te las tiene juradas y llevar delante a otro que sólo piensa en matarte. El de anoche no fue un sueño concéntrico, afortunadamente, y al despertarme me sentí libre de una de las peores pesadillas que recuerdo haber tenido. Soñé que al despertar por la mañana me encontraba atenazado con vida en el interior de mi propio cadáver y que era inútil que intentase sacar una mano para pedir socorro porque mi cadáver me sentaba como a los niños pequeños esos pijamas de cuerpo entero rematados en manoplas y patucos que a ellos los protegen del frío y a mí en la pesadilla me privaban de la vida y me retenían cautivo en el lóbrego retén basilical de un cuerpo helado en cuyo interior sonaban como en una gruta las espeleológicas gotas aminoácidas y serosas de un difunto que empieza a descomponerse sin remedio. Algo en medio del angustioso sopor me dijo que aquello podría ser sólo un sueño, así que di gritos desde dentro de mi cadáver hasta que mis propias voces me despertaron. Entonces prendí la luz, me incorporé en cama y tuve la sensación de que había estado durmiendo en la canal de mi cuerpo sin vida, como un remero abandonado sin pala a merced de la posteridad en una canoa de huesos leñosos y sangre cuajada. Tenía heladas las piernas y las manos. Me pasé por el rostro las yemas de los dedos y me aseguré de que el relieve de mis rasgos no coincidiese con las frases de mi epitafio. Eran las cinco de la mañana. Me levanté a beber agua de la nevera para aliviar mi aturdimiento, pero evité mirarme en el espejo del baño por miedo a no reconocerme. A las ocho de la mañana salí a la calle y de reojo miré el buzón. Mi nombre por suerte seguía allí. La vida continuaba. Pero aun ahora, mientras tecleo mi columna, tengo la sensación de haber salido un rato de la morgue para redactar personalmente mi obituario.