Una boca entre las piernas - Jose Luis Alvite
Si se habitúa a convivir con ellos, un hombre desvelado por los horrores de su biografía puede dominar sus remordimientos y conciliar tranquilamente el sueño. No hay en la sabiduría humana una sola enseñanza que no tenga su origen en el aprovechamiento moral de un error. Cuando la muerte es el resultado de una decisión legal, el verdugo no se inmuta al trinchar el pollo del almuerzo con la misma mano con la que horas antes ejecutó al reo. Me dijo de madrugada una fulana en un antro: "Si pienso en la educación religiosa que me dieron mis padres, mi oficio es una inmoralidad, pero cada vez que mis hijos se llevan algo de comida a la boca, entonces, amigo mío, entonces me quedo tranquila porque sé que lo que hago es un esfuerzo laboral. Con esto te quiero decir, cariño, que si yo no ejerciese de puta por culpa de mi conciencia, mis hijos no dormirían por culpa del hambre". Estaba claro que por razones de subsistencia, para ella la moral era la taquilla. Pensé ayer en esto mientras miraba al otro lado de la ventana el revoloteo de una gaviota venida tierra adentro desde el mar. Estaba lejos de su territorio, buscando comida en un lugar sin olas, en un paisaje sin pesca ni salitre que le era ajeno. Si la gaviota fuese culta y conociese al pie de la letra sus hábitos, no se habría alejado del mar. Pero la gaviota era iletrada, tenía hambre y seguramente remontó desde Arousa el curso del río Ulla, se plantó sobre Compostela y su instinto de supervivencia le aconsejó apostarse cerca de donde los chiquillos comen sus pasteles en las puertas de las panaderías. Yo pensé que si la gaviota había cambiado su teatro de operaciones sería porque su instinto es su cultura; y sobre todo, porque las gaviotas saben de si mismas más que los ornitólogos, del mismo modo que el caballo entiende de equitación más que su jinete, que a fin de cuentas llega a la meta gracias a la suerte de no caerse. En mi caso personal, mi afición a los clubes de alterne me planteó al principio serios problemas de conciencia, aunque he de reconocer que no tardé en darme cuenta de que mi conciencia daba más de si que mi dinero. Desde luego es más fácil acostumbrarse a los remordimientos que a la ceguera, así que a los pocos meses decidí mezclar el trabajo con el vicio y escribir sobre temas relacionados con aquel relativo mugre moral. No tardé en darme cuenta de que la bajeza moral solo se percibe desde determinados puntos de vista y que puestos en otro ángulo de observación no hay una sola decisión humana que aun siendo asquerosa no pueda resultar razonable. Aquel mundo era ahora mi lugar de trabajo, el sitio en el que me ganaba el sueldo, y mi conciencia podía admitir sin reparo alguno que lo que hacían aquellas mujeres era amasar saliva, semen y dinero para hacer pan. Puede que el ginecólogo viese entre las piernas de aquellas mujeres la umbría tronera de sus vaginas, pero, ¡demonios!, a mi la experiencia me demostró que teniendo en cuenta que ejercían su oficio para mantener a sus familias, el otorrino del ambiente lo que habría visto asomando a voces entre sus piernas sería sin duda la boca hambrienta de un niño. Y en mi caso fue aun más fácil. Me había metido en aquel submundo en mis primeros momentos como periodista, estaba empezando en el oficio y quería aprender. No niego que al principio aquello me pareció una inmoralidad y un vicio. Pero a medida que fui adquiriendo conocimientos, mi conciencia me permitió tener la certeza de que aquello que parecía una bajeza, una inmoralidad o un crimen, en realidad solo era una asignatura.