La larva del frío - José Luis Alvite
Cuando yo iba de niño a la escuela, no había en toda la ciudad dos relojes que marcasen la misma hora, ni en la calle un rostro que se pareciese tanto a otro, y a mí se me metió entonces en la cabeza que estaban tan frescas las estatuas del parque que hasta temía que se doblasen con el peso casi hablado de las palomas. En mi casa había una cocina inglesa de hierro, con hornillos y arandelas, en la que ardía una llamarada limpia, olorosa y aseada en la que un día creí descubrir los destemplados cachorros del fuego. Entre el portal de casa y la puerta de la escuela discurría cuesta abajo una calle sin coches en la que medraban juntos la brisa, la hierba y los niños. Mi maestra se llamaba Lupe. Fue ella quien me enseñó a escribir guiando mi mano sobre los grumos de aquella caligrafía primeriza en la que yo sé que sentí por primera vez que me subía hasta la mandíbula, como tanza de seda, el inquietante ganglio del sexo. Una vez que supe escribir recuerdo haber tenido la tentación de dirigirle una carta de amor a la maestra y aguardar luego su respuesta con poca convicción, sin apenas esperanza, temeroso de que a ella no le apeteciese emparejarse con alguien al que tendría que calzarle el culo con un cojín para besarlo en el cine sin necesidad de agacharse. A veces ella se ponía a mi espalda para ojear mis deberes y yo volvía con disimulo la cara para aspirar la madurez perfumada y comestible de su aliento mientras se cernía sobre mi rostro, como una ingle de ámbar, la hembra herniada de su melena fosca, el excitante heno de su peinado. Yo era sólo un niño, lo sé, pero ya entonces me imaginaba sentado en mi mesita de la escuela con el mandilón azul de reglamento y la cabeza tocada con el audaz y cosmopolita sombrero de un gangster. En primavera Lupe abría las ventanas que daban a la calle y entonces la brisa atravesaba la escuela hasta el fondo de una galería verde que yo recuerdo que era azul. Un día dejé para siempre aquella escuela y nunca quise saber qué fue de mi maestra. De la calle se esfumaron la brisa, la hierba y los niños. Después me hice mayor, maldita sea, y ahora sé que de las llamas en las que anidaban los cachorros del fuego salió, con sus alas de amianto, la larva del frío.