Recuerdos del silencio - José Luis Alvite
Tuvo conmigo la paciencia de un monitor de autoescuela. Fue él quien me enseñó a moverme por la noche en los peores ambientes. Una madrugada me dijo: "Llevas poco tiempo en esto, hijo. Es natural que todavía receles y en serio te digo que no tendrías que sorprenderte si descubres que aún tienes miedo. En realidad un hombre no puede decir que se ha hecho con el ambiente hasta que lleva cinco meses sin manchar el calzoncillo con las heces de la fabada. Como me dijo en cierta ocasión un matón que trabajo para mí, la conciencia es aquí la parte más insensible del metabolismo de las grasas. No hay en la conciencia de un hombre un solo remordimiento que dé olor. Es cuestión de temple, ¿sabes? Mírame a los ojos. Me preocupé de anotarlo en un almanaque que aun conservo en la oficina del club: No parpadeo desde el 14 de noviembre del 83. ¡Seis años si parpadear, hijo! Podría atravesar una tormenta de arena con los ojos abiertos. El año pasado fui al tanatorio a ver el cadáver de mi padre. Puede que no lo creas, pero el cadáver de mi padre parpadeaba más de lo que había parpadeado yo en los cinco años anteriores. ¿Y sabes por qué no parpadeo, hijo? Pues no parpadeo porque cada vez que un hombre baja un párpado, con seguridad se pierde algo que puede que no sirva para mirarlo, pero que con seguridad valdrá la pena recordar". Le pregunté entonces por qué se resignaba a perder de vista las cosas que ocurrían a su alrededor mientras dormía. Reconozco que no me espera aquella respuesta: "Soy humano, hijo. Cierro los ojos para dormir. Sin embargo, no pierdo detalle de lo que ocurre alrededor. Es fácil: cada vez que me duermo, sueño que estoy despierto, que tengo los ojos bien abiertos y que, por supuesto, no parpadeo". A mi amigo lo mató al poco tiempo un cáncer de colon agravado con un disparo en el estómago. Los muchachos de la morgue no fueron capaces de cerrarle los ojos al cadáver. Para que su inquietante mirada despoblada no descentrase al duelo, las chicas del club que regentaba decidieron velar los ojos del difunto con unas gafas de sol. Aun así, un tipo que le debía dinero prefirió quedarse a las puertas del tanatorio. Yo estuve un rato al pie del catafalco y le eché un vistazo al rostro de mi amigo. Su rostro no se inmutó, es cierto, pero, ¡demonios!, de regreso en el periódico pensé que aquel tipo muerto se había fijado en mi. Y aunque permaneció callado, yo sé que en un tipo como aquel ni siquiera pierde su memoria el silencio.