Pablo Iglesias en el Ritz - David Torres
Pablo Iglesias dio una charla en el Ritz en mangas de camisa y la Península Ibérica no se salió del eje terrestre. La imagen es tan irreal como si Mariano Rajoy hubiese ido a arengar a las masas a La Cañada Real vestido con el chaqué de funerales con que asistió a la proclamación de Felipe VI. Un oxímoron textil. Los políticos de antes tenían cintura y fondo de armario suficiente como para simultanear varias clases sociales según las diversas horas del día. A Felipe González, cuando se hartaba de recibir embajadores, le planchaban el traje de pana para que fuese a dar un mitín en Vallecas o en Carabanchel; costaba un huevo mantener intactas las arrugas de aquella chaqueta, tanto que al final decidió clausurar el guardarropa de pobre y apañarse con unos cuantos sastres de lujo, que le salía más barato.
A Pablo Iglesias no fueron a oírle, porque ya sabían de sobra lo que iba a decir, sino a ver si se presentaba con la ropa de Alcampo. La escena fue electrizante, recordaba aquella vez que Fernando Arrabal recogió un premio, no recuerdo cuál pero algo solemne, y acudió vestido con una camiseta de Mickey Mouse. Los expertos en protocolo se echaron las manos a la cabeza por aquella increíble muestra de mal gusto; uno señaló que al menos podía haber llevado una del Pato Donald. O del Tío Gilito, que al menos era millonario.
Pablo Iglesias iba con coleta, como los toreros, y a media faena tuvo que torear a un espontáneo que le preguntó por qué estaba aleccionando al gobierno de Venezuela para que reprimieran a su hija. A Pablo Iglesias le brotan espontáneos por todos lados, en los periódicos, en las tertulias televisivas, hasta en los desayunos del Ritz. Cualquier día le sale uno de debajo de la cama preguntándole si hizo la primera comunión de marinero en la flota venezolana. A este paso van a tener que aforarlo más deprisa que al rey, cuyos abogados están trabajando un aforamiento de Fórmula 1 que es la comidilla de los ingenieros de Ferrari. A fuerza de desprestigiarlo y de vocear que incluso viaja en tren, pudiendo hacerlo a dedo, casi no queda ya un español que no piense si este hombre no tendrá algo bueno. Hasta le llamaron para analizar la teleserie Juego de tronos y cualquier día de éstos van a llevarlo a Sálvame para que desenmascare a Kiko Matamoros.
La idea es quemarlo antes de que lleguen las elecciones, fundirlo a fuerza de apariciones estelares, una estrategia que no ha resultado muy bien con Belén Esteban, aunque los cerebros grises de la caverna confían en que en algún momento su intelecto o su cultura lo traicione. Todos están esperando el resbalón, el ataque de nervios, la mala leche, la pezuña que asome entre la buena educación, los argumentos impecables y las exquisitas maneras. Le envían Marhuendas, periodistas legionarias y tertulianos de alta graduación igual que a Mazinger Z le lanzaban robots desde una cadena de montaje para que le hicieran de sparrings y ver si le encontraban algún punto flaco. Pero, de momento, los puntos resultan demasiado flacos y esquiva todos los proyectiles. Se defiende muy bien, en un estilo zen, mitad Kung Fu, mitad Jesucristo, y hay señoronas del barrio de Salamanca a quienes incluso ya les cae simpático.
En el Forum Europa del Ritz, bajo las lágrimas de cristal de las arañas, los podemólogos cambiaron de tercio y probaron la táctica de echarle al ruedo un proletario, un defensa leñero de la vieja escuela, un viejo héroe de las barricadas que debieron de haber reclutado los servicios secretos y que le atacó con la boca llena de Venezuela. Hábil, el diestro sorteó la embestida y luego prosiguió tranquilamente el adoctrinamiento de botones y camareros, ya que nadie más hacía caso. Parecía Sigmund Freud con coleta cuando explicaba a la alta sociedad vienesa que el problema consistía en que se estaban follando a sus propios hijos. Como si no lo supieran.