La monarquía cuántica - David Torres
Me llena de orgullo y satisfacción anunciarles que en las primeras horas del día de hoy (exactamente entre la medianoche, cuando entró en vigor la abdicación, y el momento en que el príncipe Felipe tome posesión de la corona) España habrá sufrido un eclipse monárquico en el cual al frente del Estado, durante esas pocas horas, no había timonel ni capitán, sino un hiato entre palotes. Juan Carlos I ya habrá dejado los mandos y Felipe VI, oficialmente, todavía no le habrá sucedido, a no ser que retransmitan la ceremonia en diferido desde Nueva Zelanda, que con Cospedal por en medio todo puede pasar. Tampoco sería el primero que se estrenase ante la prensa a través de una pantalla de plasma.
De hecho, ante las formidables medidas de seguridad con que van a blindar la cabalgata de Felipe y Letizia, casi sería más barato alquilar un Papamóvil o transportarlos virtualmente en un camión con videopantalla. Más que los reyes de España, parece que fuese a pasear por Madrid Kim Jong-Un subido a la trasera de un Land Rover y cazando parientes entre la plebe. Miles de policías, docenas de helicópteros y ciento y pico francotiradores de los hombres de Harrelson dan la medida de un fervor popular que no se veía desde que los Beatles vinieron a tocar a Las Ventas. En aquellos tiempos a más de un policía se le escapó la porra para que la peña aplaudiera con más ahínco: “Que bailes, coño”. Según las instrucciones del comisario-jefe, el público tenía que divertirse de lo lindo, de modo que al que vieran con cara larga, aburrida o huraña, le caían varias hostias por desafecto al régimen.
Casi medio siglo después las cosas tampoco es que hayan cambiado mucho. La diversión por cojones es una especialidad popular y por eso Ana Botella (tan querida como votada, lo mismo que Felipe) ha ordenado a los madrileños que se esfuercen en mostrarse como los súbditos que somos y seremos. Si se lo permitieran, los más monárquicos hasta se arrojarían al paso de la comitiva y se dejarían tatuar la cara con los neumáticos. Si se lo permitieran, los menos monárquicos arrojarían otra cosa.
Me he enterado por pura chiripa que en la ceremonia no habrá coronación propiamente dicha, porque aquí somos muy campechanos y la corona duerme a la bartola sobre una almohada cervical en perfecta metáfora. Por lo demás no tengo ni la menor idea de en qué consistirá la ceremonia: si en una jura sobre la Constitución, una jura sobre la Biblia, una jura de bandera, una jura de almohada o una jura por Snoopy. Creo que hay que jurar algo e ipso facto te cae la realeza encima, ese manto de armiño cuántico que llevaba doce horas revoloteando por los cielos españoles. Sé que como periodista deberían interesarme esos detalles, pero yo soy de esos renegados que prefieren ocuparse de la realidad en lugar de ocuparse de la realeza. La realidad, es decir, los miles y miles de niños madrileños que van a quedarse sin almuerzo el año que viene para pagar los fastos del desfile, los pobres que habrán sido expulsados de los cajeros, las putas que esta mañana no podrán enseñar la mercancía en Montera, los mendigos centrifugados hacia el extrarradio, toda la miseria y la humanidad plebeya que habitualmente campan a sus anchas por esas calles del viejo Madrid y que por un rato tendrán que dejar paso a la España una, grande y libre.