Los huesos de Cervantes - David Torres
Andan buscando los huesos de Cervantes pero, tal y como va la cultura en Madrid, seguro que encuentran antes los de Avellaneda. Herido en Lepanto, prisionero en Argel, encarcelado en Sevilla por culpa de la quiebra de un banquero, Cervantes fracasó en todas las aventuras que emprendiera excepto la gloria póstuma, de la que había alardeado jocosamente en unos cuantos sonetos publicados al frente del Quijote. Fue un pobre hombre que, como tantos escritores de la época, tenía que andar mendigando por la corte, suplicando favores y aceptando empleos absurdos como aquel de recaudador de impuestos que al final le costó varios meses de cautiverio. Al menos, según cuenta él mismo, en la soledad de la cárcel alumbró el personaje de don Quijote, una creación prodigiosa que no tiene rival en ninguna literatura. Fue Dostoyevski quien dijo que cuando un hombre se presentara en el Juicio Final y Dios le pusiera delante todos los horrendos crímenes, las guerras, las bestialidades y violaciones cometidas a lo largo de la historia, a ese hombre le bastaría para salvarse con llevar bajo el brazo un ejemplar del Quijote.
No bastaba con la miseria sino que además Cervantes tuvo que soportar la humillación de que un pintamonas que respondía al apodo de Avellaneda le robara sus personajes y los lanzara a un tiovivo de aventuras estúpidas. Un torpe plagio que nunca le agradeceremos bastante porque, para enmendarle la plana, don Miguel se embarcó en la segunda parte del Quijote, en cuyo prólogo se defiende de las acusaciones de aquel botarate anónimo que le había llamado “viejo” y “manco”, como si –explicaba Cervantes– “hubiera sido en mi mano haber detenido el tiempo, que no pasase por mí, o si mi manquedad hubiera nacido en alguna taberna, sino en la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros”.
Diga lo que diga la prueba del ADN, a Cervantes no lo van a encontrar en el subsuelo del convento de las Trinitarias. Lo que había de inmortal en él está en las páginas del Quijote, del Persiles y de las Novelas Ejemplares. Más allá de los restos orgánicos, quien quiera asomarse a su vida tiene la espléndida biografía de Andrés Trapiello, La vidas de Miguel de Cervantes, y quien desee profundizar en sus desdichas editoriales puede leer Ladrones de tinta, la magnífica novela de Alfonso Mateo-Sagasta que juega, entre otras cosas, con el misterio de la personalidad oculta de Avellaneda. Mientrás él subsistía gracias a los donativos de sus mecenas, el arzobispo de Toledo y el conde de Lemos, y sus hermanas se alquilaban al capricho de comerciantes italianos, su obra iba dando la vuelta al mundo idioma a idioma. El arte de la novela se lo debe todo, absolutamente todo, desde los ensueños románticos de Emma Bovary a la persecución enloquecida del capitán Ahab en busca de una ballena infernal que es también un molino de viento. Faulkner dijo que leía el Quijote cada año, “igual que otros leen la Biblia” y Byron sentenció que era el libro más triste del mundo, “y más triste aún porque nos hace reír”.
El espíritu español está quintaesenciado en esa pareja desigual, el Flaco y el Gordo de la Mancha, que no se rinden nunca a pesar de los palos, engaños y desengaños que van jalonando su camino, una búsqueda plagada de fondas, cuevas, barrancos e ínsulas baratarias. En un país que apenas ha cambiado desde entonces, un país de Avellanedas donde miles de familias siguen sin saber dónde están enterrados sus padres y sus abuelos, nos estamos gastando una pasta en localizar los huesos de un genio ignorado y maltratado hace ya cuatro siglos.