Tiempos de retiro - José Luis Alvite
Hubo un momento de mi existencia en el que consideré imprescindible tomarme un respiro en mi agitada vida nocturna y darle algo de descanso al cuerpo. Divertirme tanto empezaba a resultarme aburrido, así que me impuse un retiro inmediato y riguroso, hasta el punto de que ni siquiera le encontraba interés al simple hecho de asomarme a la ventana. Los rigores de mi clausura me llevaron a prescindir por completo de cualquier clase de vida social, de modo que si no fuese por mi firma en los periódicos, incluso algunos familiares muy allegados me habrían dado por muerto. Algunos amigos fueron espaciando sus llamadas telefónicas hasta que estas cesaron por completo. Si se presenta el cartero, entreabro apenas la puerta, saco un brazo, recojo la correspondencia y regreso sin más a mi retiro. No me atrevo a jurar que mi aislamiento haya sido la mejor elección, ni que la severa soledad colme mis aspiraciones emocionales, pero aunque no haya dado grandes pasos hacia mi felicidad, al menos me consta que tardo más tiempo en joder el calzado. Aunque no recuerdo haber notado nunca un solo desfallecimiento por culpa de mi excesiva vida nocturna, la verdad es que el aislamiento me ha servido para mejorar mi sistema nervioso y para tener los ojos más descansados. He recuperado también el hábito de cenar, un placer que ya casi me era desconocido. Ahora mis hijos me conocen de algo más que de leerme en los periódicos o por haber escuchado mi voz en la radio, y yo, a cambio, no me he perdido el espectáculo de sus últimos estirones. Mucha gente es feliz con eso. La pregunta que me hago es si también lo soy yo. Me pregunto por otra parte si en el fondo no echaré de menos la precaria y espeluznante felicidad de las noches de todos aquellos años, cuando me conformaba con la simple ilusión de perder la esperanza y con tener la inmensa fortuna de que mi conciencia fuese al menos tan resistente como sin duda lo era mi hígado. En el recorrido vital de un hombre llega un momento en el que a su camino empieza a escasearle el asfalto y sigue luego un piso de tierra. Lo mejor es moderar la velocidad antes de que se acabe el firme en buen estado. Y eso es lo que hago ahora, recluido a cal y canto al margen de la vida social, descansado y sereno, en el fondo tal vez temeroso de que tanta presencia de ánimo no vaya a servirme para otra cosa que para no escupir en las manos de la persona que cierre definitivamente mis ojos. Por lo demás, de la muerte sólo me preocupa que en el cementerio sea tan deficiente el servicio de habitaciones.