El alma y el maíz - José Luis Alvite
Yo no acabo de entender que incluso para la simple pulsión del sexo se necesite seguir ciertas instrucciones. Cuando yo era un muchacho, el sexo no era una asignatura, sino un instinto, y estábamos preparados para practicarlo sin necesidad de haberlo leído en alguna parte. Es más, yo creo que hacer averiguaciones técnicas sobre el sexo no sirve para otra cosa que para desconfiar de él y evitarlo. Me llevé un disgusto la primera vez que vi en un libro la reproducción del corte transversal del aparato genital femenino. Me pareció un mecanismo demasiado complicado para una emoción tan simple. Hasta entonces mi idea era tan elemental como la de quienes creían que no había en la genitalidad femenina misterios que mi primo Tito no hubiese desentrañado al desmontar en Cambados la bomba del pozo. A nadie le importaba realmente lo que ocurría en la basal oscuridad de las mujeres. La gente tenía sexo de una manera natural, impulsiva, del mismo modo que sentía el hambre, igual que barruntaban los perros la muerte. Los muchachos ni siquiera necesitábamos ver a una mujer desnuda para que nos hirviese la sangre. Nos bastaba con pasar por delante de la mercería y aspirar el delicado aroma de las puntillas. O pararnos a contemplar cómo movía la ropa femenina en los tendales la herniada hembra del viento. A veces el director espiritual del instituto se nos quedaba mirando las manos y nos corría por la espalda la incómoda sensación moral de que nos costaría despegarlas si en aquel preciso instante las juntásemos para rezar. En mis veraneos cambadeses me pasaba horas divagando en el desván sobre los misterios de la feminidad. Cuando bajaba a la cocina para cenar, tía Pepita me miraba apenas un instante y a mí me parecía que sus ojos sospechaban que lo que yo hacía todas aquellas tardes de calor en el desván no era meditar sobre la crisálida de la mariposa, sino acumular material fisiológico suficiente para reproducir la imagen de Ava Gardner en algo parecido a la escayola. A veces al pasar por delante de la fábrica de conservas del señor Peña las mujeres que enlataban los mejillones me decían unas groserías húmedas, carnosas y excitantes que casi se podían comer. Uno de aquellos días, al confesarme en la iglesia de la parroquia, don Antonio me preguntó con rutina qué pecados había cometido. Yo contesté casi sin voz y evitando mirarle, no para que el cura no se enterase de mis pecados, sino por temor a que me oliese a escabeche el aliento. Pero eso ocurrió en 1965, cuando yo tenía apenas quince años y del sexo sólo sabía que era bueno para sufrir en la bicicleta y para ajustar bien los pantalones. Tía Pepita, que era comadrona, me dijo entonces que aunque era dudoso que el sexo perjudicase el alma, practicado a la intemperie en el campo era algo que estropeaba mucho el maíz.