Noches de alfarería - José Luis Alvite
En mis días de retiro social he descubierto algo que tiene un valor que yo desconocía: la inmensa suerte de despertar fresco. Durante los casi treinta años que he vivido trasnochando conocí sensaciones impagables y me afectaron acontecimientos determinantes de mi personalidad, pero estaba tan baqueteado y había perdido hasta tal punto la noción del tiempo, que nunca tuve en todos aquellos años la reconfortante sensación de estar recién levantado. A veces a punto de amanecer entraba en una panadería sin ánimo de comprar nada, sólo por el sencillo placer de sentir la presencia regeneradora de la gente recién levantada. También miraba con admiración a las chicas de las perfumerías y a veces cerraba los ojos en la acera y aspiraba el aroma de las mujeres recién aseadas. O rondaba en el coche las escuelas para mirar cómo los padres despedían en la puerta a sus hijos. De todos aquellos hombres yo era el único que daba la sensación de haberse peinado al final del franquismo con los golpes de una paliza en comisaría. Muchas veces metía las manos en los bolsillos de la gabardina porque tenía la sensación de que me crecían en ellas como crustáceos las uñas de los pies. No tenía muy claro si me estaba degradando como persona o era que simplemente me estaba pudriendo. Una de aquellas mañanas me senté en un banco del parque para tomarme un respiro de tanto cansancio acumulado. Las palomas se largaron todas a otra parte y se arremolinaron a mi lado los gatos. Mis lectores del periódico me conocían por mis textos, pero yo sabía que si se me diese por ser creyente, Dios sólo me distinguiría por el olor a pescado. En una de las pocas noches que se me dio por salir trajeado, al amanecer entré en un bar y al mirarme en el espejo del baño descubrí que tenía dos nudos en la corbata. Después abrí el grifo del lavabo, refresqué la cara y me peiné dando dos palmadas en la cabeza. Al volver a la barra, el camarero me sirvió de nuevo café porque creyó que era un cliente distinto. Una de aquellas mañanas se me soltó la tripa mientras estaba sentado en un taburete de la barra y hube de esperar varias horas hasta que cicatrizó la mierda entre las piernas. Después salí a la calle caminando casi en puntillas, como un faquir al que se le hubiesen clavado las herramientas en los huevos. Con la mierda seca entre las piernas, aquella mañana descubrí que los fracasos que no se vuelven literatura a los tipos como yo se les convierten sin remedio en alfarería.