Poca luz y chicas malas - José Luis Alvite
En una etapa de mi vida en la que no sabía muy bien dónde retirarme a dormir, me dediqué a recorrer en coche de madrugada las calles de la ciudad. Me interesaba la poca gente que caminaba por las aceras, los escaparates sin luz o con las persianas echadas, las muchachas solitarias que vagaban sin rumbo en una lotería de silencio, y sobre todo, miraba con envidia las pocas ventanas con las luces encendidas. Pensaba entonces, y aún a veces lo pienso ahora, que mi vida arrastraba un amargo déficit de luz y que algo me empujaba sin remedio a llevar una desordenada vida en la penumbra. Me parecía entonces, y aún a veces me lo parece ahora, que la familia era un sitio del que salir huyendo, un aburrido refugio penitencial, algo que a mí se me antojaba que sólo servía para saber de quién son los jodidos hongos que cría inesperadamente la bañera. No podía entender que las mujeres buenas eran las que estaban envueltas por la noche en la luz de sus casas, entre otras razones, porque siempre pensé que de la bondad había que huir como del tedio, si es que ambas cosas no eran la misma. Se lo dije ayer mismo a mi amiga Ana Estévez, que vive rebosante de escepticismo y dignidad en medio de una calma desesperante y antibiótica en Purchil (Granada): «A mí siempre me han gustado las chicas malas. ¿Sabes, amiga?, a la mayoría de los hombres nos gustan las mujeres malas. Las chicas buenas en realidad sólo le gustan a Dios». ¿Y donde están las chicas malas? En la penumbra, donde tantas veces me crucé con ellas. En realidad siempre han estado ahí, en esos sitios incluso sórdidos en los que en más de una ocasión he creído ver a Dios repartiendo en lo alto de una escalera el espermicida y las toallas para que a las fulanas no se les pudra en las ingles, como una babosa de ámbar, la flema marrón de los camioneros. Ése era mi trabajo y era también mi mundo. ¿Por qué echaba entonces tanto de menos la luz de las cocinas? ¿Por qué rastreaba de madrugada en coche las ventanas encendidas? No lo sé. Seguramente lo hacía porque, ¿sabes, Isabel Bravo?, tal vez lo hacía porque es algo que me viene de lejos, de cuando era sólo un niño y en las noches de temporal leía con la angustia a la que obliga la efímera luz de los relámpagos. Ésa ha sido siempre mi dosis soportable de luz, el justo y lacónico resplandor que me motiva, la luz contada que me recuerda aquellas noches de relámpagos en las que resbalaba apenas sobre las manzanas del frutero la pasajera piel de esa luz casi invidente que aviva en los tanatorios los encerados rasgos de los muertos.