Cuarzo de lino - José Luis Alvite
No sé en qué momento pudo ocurrir semejante cosa, pero ya hace muchos años que en las prioridades de la gente los bienes materiales desbancaron casi por completo a las emociones, tantos por lo menos como los que hace que el interés por la tecnología supuso el menosprecio de la vieja y elemental pasión por lo rudimentario. Uno sale a la calle y tiene la terrible sensación de que lo único emocional de muchos hombres son los perros que pasean. Ni siquiera las guerras son ahora algo que, además de muerte y desolación, produzca al menos ciertas dosis de meditación y literatura. Un exceso de preocupaciones materiales nos impide disponer del tiempo que necesitaríamos para comprender que se puede ser inmensamente feliz administrando las privaciones como si la escasez fuese dinero. Cuando yo era un crío el mudo que vendía descalzo los camarones por las calles de Cambados se volvía a su casa con la cesta casi llena y al descargar los barcos en el puerto los marineros devolvían una parte de la pesca al mar. Al restaurante sólo iban a almorzar las personas adineradas que se suponía que no tenían una familia unida, numerosa y decente con la que sentarse a comer en la cocina. Muchos de aquellos hombres habían combatido en la guerra, a veces en frentes verdaderamente sangrientos, y sin embargo recordaban la lucha con un confuso y apasionante derroche de incruenta geografía, como algo que sencillamente les había salido al paso. Algunos hombres se sabían de memoria los rostros de sus enemigos y el aliento de las mulas, el sabor clemente del mar en Castellón, y te contaban el aroma de la artillería como si fuese el de una flor de azufre cultivada en el culo fermentado de un muerto. Era la suya una pasión sin ira, un orgullo sin venganza, la memoria de uno de aquellos hombres primarios y decentes que cuando yo era apenas un muchacho se sentaban en los bancos frente a la botica de Sindo y ponían sus relojes en hora por aquellas campanadas de la iglesia que levantaban del suelo el suave peloteo de las palomas, mientras tía Pepita hervía en un poco de leche sus herramientas de comadrona y en la iglesia de San Bieito seseaban como babuchas las oraciones de la novena. Todo era tan emocional entonces, amigo mío, que los críos nos creíamos capaces de hacer fuego frotando, como si fuesen cuarzo de lino, las bragas meadas de las niñas.