El aroma de la colada - José Luis Alvite
Contactar con gente a través de las herramientas que ofrece internet tiene el inconveniente de que no mitiga las distancias físicas y la ventaja de que los más soñadores pueden acudir a una cita sin necesidad de cepillarse los dientes. El ciberespacio es un medio para relacionarte con personas a las que de otro modo jamás tendrías acceso. Es también un buen recurso para quienes tienen por costumbre permanecer mucho tiempo en casa y se aburren de que siempre ocurra lo mismo al otro lado de la ventana. Por otra parte, alternar en internet sentado frente a la pantalla del ordenador sale más barato que hacerlo arrimado a la barra de un bar. Aunque haya anochecido hace rato en la calle en la que vives, siempre será temprano en algún lugar del mundo. Si entras en su mundo, descubrirás que en los «muros» de Facebook hay más vida que en las calles de muchos pueblos, que el relativo anonimato hace la amistad más fácil y que, aun sin cantar, los digitales pájaros de internet vuelan por su atmósfera con sorprendente abundancia y sin la desventaja de exponerte innecesariamente a sus cagadas. Me pregunto si será bueno que la gente cierre sus ventanas persuadido por la idea de que en esa cuarentena se puede ver mejor el mundo. ¿Tan odiosa es nuestra existencia que necesitamos retraernos de ella? ¿De qué huimos exactamente? ¿De la realidad? ¿Acaso de nosotros mismos? Yo no lo sé, pero mientras tecleo por la noche en los «muros» de Facebook me asalta la duda de si la mujer a la que le envío mis mensajes no será por casualidad la chica que huye de sí misma conectada al mundo desde la penumbra casi abacial de una alcoba al otro lado de la calle. Llevo apenas unos días explorando el universo del ciberespacio e ignoro lo que esto pueda dar de sí, pero el placer que me produce encontrar amistades que jamás habría imaginado no excluye cierto remordimiento por la posibilidad de estar renunciando al agrado casi artesanal que supone asomarse a media mañana a la ventana y coincidir un instante con la señora que tiende en silencio la ropa. Me pondré en contacto con mi querida Ana Serrano en su «muro». Y le preguntaré si también ella cree que la suerte de que internet nos libere de nuestra cobardía no compensa la desgracia de renunciar a la vieja simpleza de asomarse a la ventana del patio, cerrar los ojos y aspirar juntos la odiosa peste de la realidad y el redentor aroma de la colada.