martes, 14 de mayo de 2013

Humo con pamela - José Luis Alvite

Humo con pamela - José Luis Alvite

Desde la ventana de mi infancia se veía a lo lejos un tren amarillo arrastrando un enorme moño de humo azul, una locomotora de azabache a la que le sentaba como un bocio aquella curva en cuyo desenlace entre la maleza yo sabía que con el estrambote de los vagones empezaba el somnífero tambor de Kenia. Fue aquel el tren que me dejó en África, en el palíndromo de la infinita sabana capicúa, un atardecer en el que me pareció cruzarme en la estación anaranjada de Nairobi con aquella mujer cuyo rostro tanto se parecía a alguien a quien ni siquiera recordaba haber conocido. Estaba aturdido y no se me iba de la cabeza el mambo del tren, el estribillo de madera de aquellos vagones amarillos caldeados por el azafrán fucsia del atardecer. Un taxi con los rasgos de tres coches distintos me acercó al hotel Empire, en un cruce de calles en el que se escuchaba la risa plural y cobriza de una trenza de chiquillos en cuyos cuerpos medraba lentamente la cucaña de la pubertad. Pensé que aquel era exactamente el único lugar del mundo en el que, a pesar de sus privaciones, y aunque empañase las ventanas el aliento oleoso de la malaria... aquel era sin duda el único lugar del mundo en el que ni siquiera la felicidad tendría remedio. En el vestíbulo del Empire molía lentamente el aire uno de eso ventiladores de aspas que divierten a las moscas y cambian de sitio el calor. En un sillón leía la prensa una elegante mujer madura que pasaba las hojas con indiferencia, casi con desprecio, acaso con resignación, como si supiese que cada página del diario era justo lo que necesitaba para enterrar con alivio lo que no hubiese ocurrido en la página anterior. «Creo que nos vimos hace una hora en la estación de Nairobi», le dije casi con pudor... 
«Usted, señora, fue lo único que le ocurrió en aquel instante al humo»...
Se cruzaron dos mozos arrastrando sus percheros dorados por el vestíbulo del Empire y al remitir la gente ya no estaba en su sillón la señora del diario. Ocupaba su lugar y su periódico un hombre mayor con los bolsillos de la americana deformados por el naipe irregular de un puñado de cuartillas. Tenía un estupefacto rostro con las facciones flojas, una cara con culera en la que eran evidentes el cansancio, la decepción y la experiencia. Plegó el diario. «Leía mi crónica de hace unos días. Ni Kenia ni yo somos los mismos de la semana pasada, hijo. Mucho me temo que en África está empezando el pasado». Vi su foto apestillada en la columna del «Examiner». Era Phil Forrester, el escéptico columnista inglés del que se decía que le debía su estabilidad profesional y su equilibrio como persona a que llevaba puestos desde hacía años los zapatos de un viejo camarero de Covent Garden. Me senté a su lado con una mezcla de curiosidad y devoción. «¿Y dice usted que en África está empezando el pasado, señor?». «Así es, hijo. ¿Has visto cómo es ahora el río camino de Mombasa? El agua arrastra un arrabio de peces, banderas y sombreros. Es el fin de una época, muchacho. Mañana se cumplirán diez años de cualquier cosa que hayamos hecho hoy. Ese río... ese río, hijo, ya no está tan vivo y tan caliente como cuando yo metí por primera vez los pies en él hace treinta años y fue como vadear el tacto untuoso y genital de una cesárea. Aquel agua era a partes iguales inocencia, fertilidad y sexo. ¡Un derroche de geografía, sinceridad y vicio!». Lió un cigarrillo y lo selló pasándole la lengua al filo del papel. «¿Y puede saberse que hace un muchacho como tú en Kenia?». «Me asomé a mi ventana en Compostela y me vine en el humo que arrastraba un tren. Necesitaba ser extranjero, señor...».
Le pregunté al columnista si había visto a la mujer que había ocupado antes su sillón. «¿La señora Chandler? ¿Dorothy Chandler? Me precede cada mañana en este sillón, hijo. Suelo leer el periódico con sus páginas recién perfumadas por las manos lactosas de esa mujer. No importa que tan malas sean las noticias cada mañana si ella les ha echado un vistazo con sus dedos. Esas manos, hijo, podrían convertir en trufa las heces de los rinocerontes». Phil Forrester conocía de memoria la vida y los pensamientos de aquella mujer de la que yo sólo sabía que era el único rostro que se me había repetido en sitios distintos desde mi llegada a Nairobi. «Lady Chandler se sube cada tarde a un tren hacia cualquier destino y regresa al día siguiente», dijo el columnista, «y lo hace porque necesita sentir el placer recordatorio de la primera vez que llegó en tren a Nairobi. Hoy va vestida de Irving Berlin. Compra sus vestidos con el vuelo pensado para bailar canciones que le traen recuerdos. Gershwin, Kern, Newman, Rogers, incluso esas cosas suaves de Glenn Miller en las que da tiempo a que medre la hierba entre las vías...». Por si se me ocurriese pensar algo raro sobre el carácter de aquella mujer, Forrester me hizo una precisión: «Es inteligente, cuerda y agradable. Se aloja en el "Empire" desde que enviudó de un latifundista holandés del que se dice que murió a causa de una infección contraída por no desinfectar el dinero sucio que amasaba con sus negocios turbios», añadió Forrester mientras en el bajo vientre del ventilador de aspas se reflejaba el ir y venir hipermétrope de los mozos arrastrando sus equipajes. Cogí el «Examiner». Aún olía al perfume retrasado de Dorothy Chandler y la imaginé abordando en la estación de Nairobi un tren que llevase en el bies de su humo el compás de una rapsodia de Gershwin en la que siempre fuese ayer...
Pasaron los días y no volví a saber nada de la señora Chandler. El señor Forrester había saldado su cuenta en el «Empire» y, por lo que supe en recepción, se había marchado porque «encuentra poco interesante permanecer en un país tan pronto se sabe de memoria sus enfermedades y sus vicios» y también porque sabía que «no hay un solo precedente de que detrás del cricket no impongan los ingleses su moneda, su hipocresía y sus dioses». Me senté en el viejo sillón del vestíbulo y leí en su última columna un párrafo que me puso sobre aviso: «Me aterra la idea de quedarme a ver cómo arraigan en Kenia esos deportes ingleses tan balnearios en los que no hay un solo esfuerzo que no produzca tedio en la mirada y grasa en la cintura. A la estación de Nairobi llegó esta mañana un tren sin humo. Ya está aquí la maldita puntualidad y no tardarán en hacer mella la codicia en los hombres y el pudor en las mujeres. Me largo sin un destino conocido, motivado por la esperanza de llegar a cualquier lugar en el que casi nadie sepa de qué raza es su dios, ni de qué color es siquiera su bandera; un sitio en el que el humo del tren se considere aún el ala gris de una elegante pamela azul. Dentro de nada, en Kenia ya sólo serán extranjeros los nativos». ¿Y Dorothy Chandler? Aunque su estancia en el «Empire» no había sido cancelada, nadie en recepción supo explicarme su ausencia. Pedí un ejemplar atrasado del «Examiner» en cuyas páginas aún duraba, como un mosto de papel, el perfume de aquellas manos de mujer. Llegaba desde la calle el bullicio de los chiquillos y el claxon de los coches, el sonido primario y mestizo de una ciudad en la que los lugareños eran felices sin necesidad de tener motivo y los europeos sudaban una mezcla de membrillo, soberbia y orina.
Sin la excusa de una mujer como Lady Chandler que me retuviese en Kenia, devolví mi equipaje a la maleta y decidí tomar en la estación el último tren con humo, mientras el Imperio Británico se desmoronaba y en el «Empire» se corría la voz de que en Mombasa habían visto la sangre en las tacitas de té. Como tantas veces, también en Kenia la revolución se imponía a los modales y los ingleses se marchaban con ese estilo inimitable en el que tanto se parecen la cobardía y la prudencia, dejando una romántica estela de buena literatura, esmerada cortesía y pésima gastronomía. Para aquellos ingleses el sexo sólo era una manera de cruzar las piernas. Me subí al tren justo cuando partía. Para hacer sitio a más viajeros se decidió que arrojásemos los equipajes por las ventanillas. Alguien comentó que si el maquinista no se daba prisa, el «Mau Mau» habría levantado las vías más al norte y tendríamos que escarbar nuestras tumbas con los dientes. Hacía un calor sofocante. Anocheció al poco rato y quedé dormido en el sopor de aquel cocedero en el que hasta olía a sexo el barniz de la madera. Después desperté en una nube de vapor densa como un albornoz. El tren se había detenido en un paisaje distinto y no había nadie en los vagones. Y recuerdo que por una puerta mal cerrada salí del tren entre aquel humo que se fue enrareciendo hasta disiparse. ¡Ni rastro de Kenia! Frente a mis ojos, la estación de trenes de Compostela. Entré en la cantina y me senté en una mesa. El camarero me trajo un café y un ejemplar del «Examiner» doblado por la columna de Phil Forrester. «Raro, ¿verdad?» –preguntó el camarero–. Este ejemplar es todo cuanto sé de mi mujer desde que se lio en Kenia con aquel periodista inglés. Mi mujer había ido a una boda a Nairobi. Por eso la columna se titula «Humo con pamela».