viernes, 24 de mayo de 2013

El Aznar que yo vi - Victoria Prego


El Aznar que yo vi - Victoria Prego
Fue a decir lo que dijo, ni una palabra más pero ni una palabra menos. Desde antes de que se encendieran las luces del plató y todos nos acomodáramos para las fotos, se notaba que venía decidido. Muy decidido.
Y, sin embargo, desde el momento en que se dio la noticia de que José María Aznar iba a ser entrevistado en Antena 3 hasta el instante en que la entrevista dio comienzo, habían sucedido unas cuantas cosas que tenían fuerza suficiente como para haber torcido los propósitos iniciales del presidente. La primera, cronológicamente hablando, la información publicada por El País, con un título capaz de tumbar la más inasequible entereza y que vinculaba la red delictiva Gürtel con la familia Aznar con motivo de la boda de la hija del ex presidente. Y la segunda, las declaraciones ante el juez Ruz de los primeros dirigentes del PP, en una de las cuales se hablaba de dinero en metálico entregado en sobres y sin registrar su procedencia. Asuntos vidriosos éstos que me hicieron pensar en las horas previas que Aznar podía verse obligado a defenderse de sospechas y acusaciones, lo cual debilitaría su posición a la hora del ataque y lo haría más tenue, más evanescente. Porque, que pensaba fijar contundentemente una posición en riguroso desacuerdo con la mantenida por el Gobierno, eso estaba cantado entre quienes nos estábamos ocupando del tema en los días previos.
Error craso de apreciación por mi parte. Es verdad que dedicó varios minutos a defenderse, pero de ninguna manera se amilanó, ni dio un solo paso atrás, ni siquiera pareció sentirse tocado por las noticias publicadas. Al contrario, estaba crecido, indignado. Y eso fue lo que añadió un plus de rotundidad y aspereza a sus declaraciones, a las de la primera parte pero también a las de la segunda.
Lo que dijo durante la entrevista ya todo el mundo lo sabe, no hay nada que aportar ahí. Pero un puñado de personas vimos lo que no vieron los demás y eso es lo que puede iluminar un poco más el contexto de la entrevista.
Llegó tranquilo, educado, sonriente y sin avanzar ni una palabra sobre lo que pensaba decir. Cordial y disciplinado, se sometió a la sesión de fotos y pruebas de sonido sin transmitir a los presentes la menor tensión. Esperó tranquilamente hasta el momento en que Gloria Lomana le lanzó la primera pregunta y a partir de ahí aquello fue el fuego a discreción. Impávido, pero con expresión muy severa, controlaba todo lo que decía. No se salió un milímetro del guión que se veía con nitidez que llevaba en la cabeza. A veces tuve la sensación de que era un militar ejecutando un plan ordenado por su Estado Mayor, aunque su Estado Mayor era él mismo.
La entrevista terminó y entramos en el segundo tiempo, que es el que a los periodistas nos gusta especialmente porque suele dar más juego. Ése es el momento en que, superada la tensión de lo oficial y lo público, la víctima –entiéndase la palabra en términos informativos– se relaja y empieza a hablar a calzón quitado.
Pues no. En absoluto. Nada de lo que siempre sucede sucedió esa noche. José María Aznar se levantó relajado y satisfecho, eso sí. Pero no hubo ni café, ni una copa de vino ni nada de nada, y no porque la anfitriona no estuviera dispuesta a agasajar a su invitado, sino porque quien no ofreció esa opción fue el ex presidente. Tenía prisa, aunque tampoco es que saliera corriendo. Ni siquiera en esos últimos minutos, todos de pie y ya recogiendo los bártulos, hubo modo de escuchar de su boca ni una consideración que fuera más allá de donde había llegado durante la entrevista en directo.
«Esto le va a sentar como un tiro a Rajoy», le dije en un aparte y en voz baja. Él esbozó una media sonrisa, como de inevitabilidad, como de «qué le vamos a hacer», y dijo: «Yo me debo a mi conciencia, a mi país y a mi partido». Es decir, exactamente lo mismo que había dicho a cámara. Ni una palabra más allá.
Era evidente que estaba decidido a que su mensaje no se le escapara de las manos por culpa de un patinazo fuera de hora. Y repitió otra cosa que ya había dicho en el estudio, pero que demuestra que el asunto está entre sus principales preocupaciones: «El partido tiene una mayoría absoluta que le ha sido entregada por los españoles para que haga lo que tiene que hacer». Una mayoría, apunté yo, que seguramente no se repetirá en las próximas elecciones. «Por eso mismo», me dijo. «¿Es decir, que o ahora o nunca?», sugerí yo. «Eso es». Punto.
Para entonces ya le habían quitado el maquillaje y enfilaba la salida de la sala en la que quedaba virgen e intocada sobre la mesa una fuente de buen jamón. Aznar había recuperado la cordialidad, su particular cordialidad, no especialmente expansiva, es cierto, pero una cordialidad muy fácilmente detectable por aquellos a quienes él distingue con su afecto. Y, ahora sí, se veía que estaba claramente esponjado. Consciente de que acababa de provocar un terremoto, pero conforme con haber cumplido con su objetivo.
Por lo menos con el primero de ellos: dar un campanazo de calibre catedralicio en la sociedad española, en las filas de su partido y también en las del Gobierno. ¿Para qué? ¿Para abrir el debate, para azuzar a la acción, para provocar una crisis interna, para advertir que hay otros modos de hacer política, para recordar que él sigue ahí y que puede que llegue a estar disponible? Puede que para todas esas cosas, pero es más probable que, de momento, lo que busque sea la primera y la segunda opción: abrir el debate y azuzar a la acción. Luego, ya veremos. Lo del debate lo dejó garantizado, no hay duda. Lo de la acción es más dudoso porque el Gobierno no se va a dejar guiar desde lejos; eso ya se vio ayer en los primeros comentarios de los ministros. Pero es muy probable que en el país se cree al final un estado de opinión en la dirección que Aznar apunta y que acabe por empujar al Gobierno.
Se marchó contento y pronto: pocas horas más tarde viajaba al extranjero. Y ahí quedó eso.