Depresión - Manuel Marín
Hoy la enfermedad mental ajena duele como una estaca en el pecho porque es el amor lo que se marcha con desgana y Nunca hice el menor esfuerzo por entrar en la cabeza de un depresivo. Siempre achaqué, no sé, un trastorno bipolar a la influencia de algún guion de cine, a cosas de películas que nunca suceden cerca de ti, y que incluso tienen un punto de fingimiento y autocomplacencia en la propia enfermedad. Como tú no has sido diagnosticado, y además la depresión no forma parte de tus esquemas vitales porque disfrutas de tu trabajo, porque tu vida familiar es compleja pero siempre aceptable, porque los problemas surgen y se resuelven, porque de un modo u otro tiendes hacia el máximo grado de felicidad posible, y porque la tolerancia a las frustraciones y decepciones funciona mal que bien…, como todo eso ocurre en ti, reprochas al otro, al enfermo, que exagere de forma sobreactuada, que se regodee en su drama, y que se aísle apresado por su propia mentirijilla porque antes o después se cansará de ella.
Y le achacas victimismo para ser el centro de atención, como si en lugar de ser rehén de ese trastorno, viviese satisfecho, perdido en su particular síndrome de Estocolmo, secuestrado por su propia desgracia, y sometido a un deseo voluntario de sentirse depresivo solo porque sí. En mi imaginario, el depresivo siempre lo fue en tanto en cuanto no hace el suficiente esfuerzo mental, personal y emocional para escapar de su laberinto. Otra vez, y van muchas, me equivoco. En realidad es mi depósito de empatía el que está averiado, y no el complejo mapa neurológico de quien se aloja en sí mismo, ya sin vivir en otros, porque su distancia mental de lo que ocurre a su alrededor le insensibiliza tanto que se convierte en insalvable.
Ahora, con la depresión golpeándote tan de cerca, con los deseos de tu propio entorno de morir incluso como válvula de escape, como remedio final porque ya no late el pulso vital que reanime ni un resquicio de la conciencia, me arrepiento de haber contemplado siempre al depresivo, al ansioso o al compulsivo como a un cuentista que solo se daba un respiro de la vida. Como si fuera irrelevante y dos o tres pastillas fuesen a reparar cualquier engranaje mental en dos meses. No era eso. Hoy la enfermedad mental ajena, que siempre juzgué injustamente y con la soberbia de quien se siente 'normal', duele como una estaca en el pecho porque es el amor lo que se marcha con desgana y sin despedirse.
La depresión no solo corta el vínculo que te une a la rutina de una vida mecanizada que pierdes mientras arrastras los pies en el día a día y deja de importarte todo. No. En realidad la depresión mata el amor, mata el regusto de la euforia cuando la alegría te inflama, y mata hasta el dolor cuando alguien se te marcha con la aorta destrozada sin siquiera despedirse… y casi te da igual porque alguien a tu lado también está en lista de espera, muerto en vida. Desde ahora comprenderé lo que siempre minimicé. Por salud mental.